Capítulo 1
No me creeríais si os lo
contara. Quizás pensaríais que estoy loca, que la ficción supera a
la realidad, pero, ¿sabéis qué? Que no me importa. Bienvenidos a
Arala.
Arala es una isla suspendida en
un inmenso océano de nubes gracias a unos potentísimos motores que
trabajan día y noche para que este pequeño y particular mundo siga
flotando como por arte de magia. Está formada por una única ciudad
que lleva el nombre de la isla. Las “gentes de abajo”, como
nosotros llamamos a todos los que viven en tierra firme -menudo
aburrimiento, por cierto- , afirman que los aralios estamos locos.
Que la falta de oxígeno por estar a tales alturas nos afecta. Lo más
divertido es que quizás tengan razón.
Aquí cada uno es... único, por
decirlo de alguna forma. Hay hombres de apenas treinta centímetros
de alto y mujeres que miden más de dos metros y medio. No hay ni un
solo habitante que tenga el mismo color de pelo que otro. Hay
demasiadas tonalidades como para repetir, ¿no? Nos movemos por el
aire mediante unas pequeñas mochilas que expulsan chorros de vapor
de agua que nos elevan y nos permiten hacer mil piruetas. Los troncos
de los árboles son de un rojo sangre precioso y las flores, del
tamaño de enormes cometas, son blancas y redondeadas. Cuando llega
el invierno, caen esos pétalos formando un manto vegetal que los
niños utilizan para disfrazarse. La hierba es suave y densa y se
mueve al son de la constante brisa que azota las calles.
Los edificios son altos y de
piedra negra, pulida; arañando el sol y robándole destellos
irisados. Las calles son larguísimas e increíblemente estrechas
excepto la Calle de la Reina, donde se celebra el desfile anual del
Día Nacional que es tan ancha que cabrían cien aralios cogidos de
la mano y ni siquiera así tocarían las paredes.
No es un país demasiado grande
ni demasiado rico. Aún así, es especial, y es mi hogar.
Podría seguir horas y horas
hablando de Arala, sin embargo no es un lugar que se pueda describir,
es un sitio que hay que ver con los propios ojos.
Por mi parte, me llamo Lyx, la
reina de los huérfanos, de los vagabundos, de los farsantes
desdentados y de los borrachos de aliento asesino y nariz colorada.
En definitiva, conozco cada rincón de este país imposible que
navega entre nubes como la palma de mi mano.
Y sin embargo, aquí estoy, una
reina hecha y derecha mojada, enfadada y entre rejas.
-¡Eh! ¡Tú! Espabila. Viene
Su Majestad. Siéntete afortunada. Nunca viene a visitar a la
escoria.
-¿Ah, no? Vaya, entonces
fingiré que no tengo ganas de vomitar- digo sonriendo a ese hombre
barrigudo y extremadamente feo. El guarda contesta con un gruñido
que combina perfectamente con su aspecto de bestia.
Oigo el chirrido de la puerta al
abrirse. Pasos y susurros acompañados de gritos de los demás presos
y golpes en las rejas para acallarlos por parte de la escolta real.
Me levanto del camastro y me
acerco al haz de luz que proporciona el ventanuco dejando a la vista
mi esbelta figura, atlética y entrenada gracias a mis huidas de la
guardia real por entre los callejones.
Justo en ese momento entra en mi
campo de visión un hombre vestido de uniforme. Su pelo es rojo como
la sangre. Es muy alto y se intuye que de una gran fuerza. Delgado y,
para qué mentir, muy atractivo. Sin embargo, he de admitir que lo
que más me llama la atención de él son sus ojos dorados. Brillan
amenazadores. Dan miedo en un rostro tan perfecto. De repente me
invade una extraña sensación de frío que retuerce mis venas.
Él me está mirando. Sabe el
efecto que causa en mí. Sabe el respeto que infunde y creo que eso
es aún más terrorífico.
Entonces aparece a su lado una
mujer con un velo plateado que le cubre la cara. Lleva un vestido que
se ajusta a su figura demasiado delgada. Al momento alza su voz,
bastante grave y suave. Todo mi ser se calma. Me da igual lo que ese
hombre de ojos de metal y cabello de sangre haga o diga mientras Su
Majestad siga imprimiendo ese tono tranquilizador en sus palabras.
-Hola, pequeña.
-Majestad...- digo sumisa y
sosegada. Yo no soy así y una parte adormecida y entumecida de mi
mente me grita que me rebele. Que no me incline en una perfecta
reverencia. Que huya. No puedo.
-¿Cuál es tu nombre?
-Majestad, es un honor que se
preocupe por el sino de alguien como yo. Mi nombre es Lyx.
-Lyx, ¿cómo es que una
chica tan hermosa y joven está entre rejas?, ¿qué has hecho?
-Majestad, es un honor que se
preocupe por el sino de alguien como yo. El delito por el que estoy
aquí es que robé alimentos para los huérfanos de Arala.
-Ya veo, a pesar de que tus
motivaciones eran buenas, un robo siempre es un robo. Ahora dime,
Lyx, ¿por qué tus ropas están empapadas?
-Majestad, es un honor que se
preocupe por el sino de alguien como yo. La razón por la que mis
ropas están mojadas es porque, al intentar escapar, la guardia evitó
mi huida echando un chorro de agua a presión sobre mí.
-¿Y has aprendido la
lección, pequeña Lyx?
-Sí, Majestad.
-Sargento Blood. Libérela.
-Con todos mis respetos
Majestad, por un robo, la ley dicta que debe pasar cuarenta y ocho
horas de retención.
Ella mira al Sargento Blood y el
dorado de sus ojos se vuelve aún más vacío si cabe.
-Enseguida la suelto,
Majestad.
-Gracias, Sargento.
Él saca las llaves y abre la
puerta. Al pasar a su lado nos miramos y me hundo en el oro de sus
iris. Me siento muy débil. Me falta el aliento. Él retira la mirada
y siento que la presión que oprimía mi pecho se desvanece. ¿Quién
es él?
-Lyx, preciosa, sígueme.
-Sí, Majestad.
Sigo sus pasos obedientemente.
No intento huir, ni siquiera lo pienso. No me importa seguir rodeada
de agentes siempre y cuando esté con ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario