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martes, 22 de agosto de 2017

El hilo rojo del destino


Cuenta una leyenda tan antigua como el tiempo que aquellas almas destinadas a latir con un solo corazón,
a soñar con una misma alma dividida en dos cuerpos,
están unidas por un hilo rojo.
Esta soga de destino puede anudarse, doblarse, perderse en un universo preñado de azar.
Mas jamás romperse.
No obstante, la historia que hoy os voy a contar,
habla de dos amantes destinados a amarse hasta arder y morir entre cenizas de pasión y dolor.
Dos amantes unidos por el único hilo que se rompió.

Corrían tiempos de jazz y licor barato en calles parisinas.
Años de luces bohemias y amor callejero vendido al mejor postor.
Un violinista hambriento besaba el aire con su arco,
amaba con su violín a la ciudad del amor.
Él soñaba despierto y acariciaba las cuerdas sin saber que la más importante de todas las sogas la llevaba atada al dedo meñique.
Invisible para ojos inexpertos.
Visible para aquellas almas torturadas por un amor que se fue para no volver.

En una ventana cercana, una joven con los ojos sumidos en una niebla eterna,
velados desde su nacimiento por un hada madrina despistada,
escucha el tormento de violín.
Y su pecho late.
Y su boca florece como capullo de rosa.
Y entonces su garganta habla y entona la más hermosa de las melodías,
hecha por el amor para el amor.
Hecha por unos ojos ciegos que sienten demasiado.

La lluvia moja los tejados,
llora el cielo de París.
El joven músico oye el canto de sirena,
siente el hilo mágico tensarse en torno a su dedo, en torno a su pecho huérfano.
Y toca para ella,
toca pasiones de pentagrama entre nubes y sollozos de cielo.
Toca para la voz anónima que acuna su alma.

Ella sin saberlo lo sabe.
Sabe que el violín la llama por su nombre,
y que le canta al anochecer.
Que la acompaña en noches de luna nueva,
noches demasiado oscuras para que los ángeles la vean llorar de amor,
llorar cánticos hechos para su músico callejero.

Desde ese día él toca buscando la voz de sirena.
Desde ese día ella canta en su cuarto,
deseosa de que su voz se una a las manos de él.
En un beso eterno.
En un beso verdadero.

No se ven, no conocen el olor de la piel ajena
mas no les importa,
viven para la música mensajera de vida y sueños.
Mensajera de poemas y rosas de terciopelo.
Viven para las notas mágicas que, como un atrevido funambulista, caminan sobre el hilo que une sus meñiques.

Entonces la enfermedad asola la garganta de ruiseñor.
Y las delicadas alas del ave de ojos mudos arden entre fiebres y sangre.
Ángel que llora por haber perdido la voz,
sirena que se torna espuma tras perder al ser amado.

Entonces las manos de él pierden su faro y su devoción.
El violín llora y de sus cuerdas nacen notas muertas de melancolía,
muertas de frío en un París lluvioso.
Reclama la voz amada.
Reclama el beso que jamás conoció y aún así anhela con todo su cuerpo,
con toda su alma.

La joven ciega llora perlas negras en su cama junto a la ventana,
llora por no poder cantar,
por oír el llanto desconsolado de su violinista en el tejado
que la busca sin descanso.

El hilo rojo del destino ya no abraza sus meñiques,
ahora oprime sus cuellos
y un rosal espinado les brota del pecho.

Cae la noche en París,
con ella, el invierno cubre la ciudad,
arropándola con manto helado.

Él tiembla bajo la ventana de ella sin saber de su presencia.
Sin saber que sobre su cabeza está su ruiseñor amado.
Sin saber que al alcance de sus dedos azulados por el frío,
impedidos para tocar,
está la voz que le hizo crear las más bellas melodías.

Ella delira en sueños,
húmedos sus labios de sudor salado,
agrietadas sus manos de dolor contenido.
Sus dientes como perlas susurran un nombre que no conoce e implora a las estrellas un segundo más.
Un solo segundo robado a la Parca para darle voz a sus anhelos.
Para volver a unirse en rítmica pasión a su violinista errante.

El hilo rojo, llorando de pena, se rompe.
Nace escarcha en los párpados del violinista.
El invierno lo arrastra a su frío imperio.

Entonces la oye.
Una voz revolotea como un pájaro delicado sobre su cabeza.
¿Acaso sueña?
¿Acaso la muerte pudiera ser tan cruel como para hacerle delirar con aquello que más desea?
Vuelve a oírla.
Vuelve a oír a su sirena celeste.
Y sus dedos laten con vida propia, como si su sangre bailara en su corazón congelado dándole nueva vida.
Se levanta desperezando su talento adormecido.
Toca de nuevo para ella, solo para ella.
Siempre para ella.

Y ella llora de felicidad al oír el violín.
Se restriega los ojos inútiles.
Entonces los abre y la luz le abrasa las retinas.
Entonces es capaz de ver todo lo que le había sido negado de nacimiento.
<<¿Un último deseo, hada madrina?
¿Acaso la luna me ha concedido una última voluntad?>>
Canta a pleno pulmón con sus ojos a estrenar.
Saborea el aire de amanecer y mira por la ventana,
dedicándole su más virginal mirada a su violinista,
a su músico amado.

Sus ojos se cruzan por primera vez,
sus ojos se cruzan por última vez.

La voz de ella y la música de él se aman y se besan y se dicen todo lo que sienten.
Con los primeros rayos del sol acaba la sonata,
el astro lentamente va cerrando los ojos de ella, que vuelven a la noche familiar 
el ardor febril regresa para astillar el pecho debilitado.
La escarcha invernal repta por las piernas del músico como serpientes de plata.
Como dagas heladas de cristal asesino.

Ella calla y cierra los ojos.
Él deja caer el violín.
-Al fin.
Suenan sus voces a dúo.
El hilo rojo es de ese color porque se tiñe de sangre.
Se rompe, de deshace.

Corrían tiempos de música callejera en París.
De noches de luna reflejada en el Sena,
de poetas eternos y amores furtivos.
La rueda del destino gira y
un nuevo hilo color sangre se forja...


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miércoles, 9 de agosto de 2017

Érase una vez


A veces la noche se vuelve eterna por un instante.
A veces las páginas escritas me hablan, pero soy incapaz de oír.
A veces solo encuentro consuelo en palabras de poetas muertos, silenciados por un mundo cruel que gira sin tregua alguna.
Solo el piano al atardecer es capaz de adormecer a mis demonios, o el vino blanco bajo noches negras como el pelaje de un gato maldito.
Dicen que el pasado se fue, se perdió en la bruma de las fotografías color sepia, y si es así, ¿por qué duele?
¿Por qué me persigue por las esquinas?
¿Por los recodos de mi pecho?
¿Por los pliegues de mis párpados?
Dicen que el tiempo lo cura todo, bien, pues en mi caso, el reloj es mi némesis, mi Moriarty en esta historia de asesinato con premeditación.
Desde aquella noche de tormenta soy solo un eco de lo que fui,
un cuadro que ha perdido el brillo de sus colores,
el fantasma encadenado a la mansión derruida.
Desde aquellas palabras que no querías decir, pero que dijiste, que dijiste y clavaste en mí, el aire entra en mis pulmones por estricta obligación, no por deseo propio.
A veces, solo busco un lugar donde guarecerme cuando los truenos estallan cerca, tan cerca, que las estrellas se resquebrajan y apartan la mirada, asustadas.
Asustadas como yo.
Érase una vez un amor.
Érase una vez un beso.
Debí saberlo.
Debí suponerlo.
No todos los cuentos tienen su final feliz.

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