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jueves, 9 de julio de 2015

Ángeles de piedra

-Mamá, ¿falta mucho para llegar a la casa de la tía Christie?- preguntó Susan mirando con impaciencia a su madre que llevaba más de hora y media al volante.
-Ya casi estamos cariño, solo un ratito más... Por cierto, Susan, debes saber algo sobre tu tía. En realidad no vamos a su casa, sino a un sanatorio que hay en un pueblecito a las afueras de Alberta. Verás, ya eres mayorcita y debes saber que tu tía no es demasiado estable ¿sabes?
-¿Por qué está allí? ¿tan loca está?
-No te preocupes, no te hará nada. Te quiere mucho y lleva queriendo verte desde hace años. La última vez que te traje para que te viera tenías seis años. Qué mala hermana he sido, tienes dieciséis ya y no ves a tu tía desde hace diez años. Debería haberle hecho un pastel, sí, ese pastel de frambuesas que le encantaba de pequeña. Ella y yo siempre discutíamos por el pedacito más grande.
Susan sabía que cuando su madre quería evitar responder alguna pregunta comenzaba a divagar y a decir cosas absurdas. Lo más sencillo era dejar que siguiera hasta que se cansara y no darle más importancia; de hecho, eso es lo que solía hacer, pero esta vez la curiosidad era más fuerte.
-Mamá, lo que quiero saber es por qué está la tía Christie en ese manicomio- preguntó Susan a su madre, quien palideció y bajó la mirada. Sin embargo, respondió a la pregunta de su hija.
-Christie está allí por que piensa que unos ángeles de piedra la perseguían en sueños y que además mataron a su novio Matt.
-¿Ángeles de piedra?- dijo Susan por respuesta.
Madre e hija siguieron el viaje en silencio, cada una sumida en sus propios pensamientos, los de Susan se limitaban a una sola idea que daba vueltas en su cabeza sin cesar: “tengo una tía que está como una regadera...”
Llegaron a mediodía al sanatorio. A Susan le pareció increíblemente frío y solitario. Pasó de estar nerviosa y, aunque no lo quería reconocer, incluso un poco asustada por ver a su tía “la loca”, a compadecerla por estar en aquel sitio. No sabía por qué, pero sentía que su tía no debería estar en un lugar como aquel aunque se decía a sí misma que solo eran tonterías suyas.
Una enfermera de unos cincuenta y tantos años las recibió a la entrada. Era morena, con todos los cabellos lacios sujetos en un tirante moño bajo. Susan no solía juzgar a nadie por su apariencia pero... es que esa enfermera era realmente fea, casi desagradable a la vista, con unos ojos demasiado pequeños enmarcados por unas cejas abundantes y masculinas que no acompañaban a su diminuta carita. Tenía la nariz larga y puntiaguda, con una imponente verruga en su mejilla izquierda. Un suave vello bañaba su labio superior y, junto con los dientes amarillentos y torcidos la hacían parecer la típica bruja de los cuentos que Susan leía de pequeña y que tanto miedo le provocaban. La enfermera miró a Susan, que seguía embobada mirándola, con un desagradable rictus que hizo que la chica diera un respingo y bajara inmediatamente los ojos.
Madre e hija siguieron a aquella mujer por un gran pasillo, cuya luz blanca lo hacía parecer horriblemente frío y demasiado largo. Aquel corredor estaba poblado por docenas de puertas, también blancas, y de ellas se escapaban los gritos de los que allí estaban internados. Susan se estremecía al pensar en los delirios que esas personas imaginaban y se dio cuenta de que su tía probablemente estuviera igual o peor que esas voces anónimas que le reventaban los tímpanos y se colaban en su cerebro sin permiso.
-Aquí es, esta es la habitación de Christie Adler.- dijo la que, tras una pequeña pausa, continuó advirtiéndonos- Señora, a veces una no sabe como pueden actuar los pacientes al recibir visitas. Si ella les hiciera algo, toquen el timbre que hay junto a la puerta. Entraremos enseguida.
-Muchas gracias, no se preocupe. Si necesito su ayuda se lo haré saber.
Tras decir esto, la enfermera se despidió y Susan entró con su madre en la habitación, dispuesta a encontrarse con una loca, enfundada en una camisa de fuerza, con el pelo grasiento y enredado que gritara oraciones inconexas e improperios producidos por el efecto de las drogas y por su propia locura.
No fue así.
Al entrar, la abundante luz cegó momentáneamente a la joven. Cuando abrió de nuevo los ojos, se fijó en la acogedora habitación (todo lo agradable que puede ser un dormitorio de un sanatorio): una gran ventana iluminaba la sala por la cual entraba una leve brisa estival que producía que la cortina rosada bailara. Las sábanas de la cama, a juego con la cortina, estaban perfectamente colocadas, sin ninguna arruga. Había cojines de mil colores sobre la almohada y una balda sobre el cabecero de la cama llena de libros. Sobre la mesita de noche había un precioso jarrón con flores frescas que donaban su perfume a la sala. Susan recuperó la tranquilidad que había perdido al entrar en la habitación de su tía. Y luego estaba Christie. Desde luego, no era como la chica la imaginaba.
Era alta, rubia, con una abundante melena que le llegaba por la cintura como una cascada de oro. Sus ojos eran de un azul intenso, de una expresión tan dulce y pacífica que nadie pensaría que esos ojos soportaran sobredosis de medicamentos cuando los delirios se abrían paso en su mente. Tenía una pequeña naricilla redondeada y una boca de labios rosas. En conjunto, era una de las mujeres más bellas que Susan jamás había visto. Christie estaba sentada junto a la ventana, leyendo un libro tranquilamente. Cuando se giró para ver a su hermana y a su sobrina, una sonrisa iluminó su rostro. Se levantó y Susan no pudo menos que admirar la elegancia de sus movimientos: “ ella no está loca, simplemente es un hada. No debería estar aquí”. Eso fue lo que pensó cuando su tía se inclino para darle un abrazo y un beso. Olía a lavanda.
- Hola hermanita, ¿cómo estas? Esta es Susan. No sé si la recordarás, ha cambiado mucho- comenzó la madre.
- Estoy muy bien, gracias, y claro que recuerdo a la pequeña Sussy. De pequeña eras preciosa pero ahora pareces una hadita .- le sonrió su tía a la chica.
Pasaron dos horas hablando tranquilamente, bebieron café y comieron galletas y golosinas en el jardín del sanatorio. Las tres mujeres comenzaron a sentirse muy unidas en cuestión de tiempo. Susan se fijó en que el cabello de su tía a la luz del sol era casi deslumbrante. No podía creer que fuera hermana de su madre, quien era morena, de ojos castaños, muy bajita y no tenía ni de lejos la suave voz o la elegancia al andar de su hermana. En cambio, Susan sí que se parecía a su tía; de hecho, se parecía a su tía mucho más que a su propia madre. Ella era también rubia aunque tenía el pelo por los hombros. También tenía los ojos azules, la nariz redonda y los labios rosados. También era muy alta, pero un poco más desgarbada. Lo poco que la diferenciaba de su tía era que la nariz de Susan estaba bañada por unas pecas que le daban un aire más infantil y que tenía una voz bastante más aguda.
Mientras los pensamientos de Susan volaban en su propia dirección, su madre fue a rellenar un formulario y ella no se dio cuenta que ahora era su tía quien la observaba fijamente, con una expresión triste, melancólica, pero, a la vez, feliz y luminosa como el sol.
- Mi pequeña Sussy...- suspiró Christie - Hay que ver lo que has crecido, ya eres toda una mujercita.
Susan despertó de sus ensoñaciones y siguió la conversación.
- Bueno, al menos alguien se da cuenta porque mamá...- rieron ambas.
-¿Y qué?- miró Christie a su sobrina con una media sonrisa que le favorecía mucho- ¿Hay algún amiguito especial por ahí?
El incipiente rubor en las mejillas de Susan contestaron por ella y una carcajada reventó en la boca de su tía. Tenía una risa tan contagiosa que Susan acabó por rendirse y se unió a aquel alegre dúo.
Siguieron hablando del “amiguito” de Susan un rato y luego la joven preguntó algo que hizo que el ambiente se enfriara; que las pupilas de Christie se dilataran perdiendo su luz, cambiando el azul por el negro; que sus labios se tensaran formando una delgada línea y que cada fibra del cuerpo de Christie se tensara:
- Tía, llevo observándote un rato y no lo entiendo. Tú no estás loca como dicen, ¿por qué estás aquí?
La voz de Christie salió ronca y afilada como un cuchillo
- ¿Por qué? Pues porque mi historia es tan irreal como verdadera, y tan aterradora que la estúpida mente humana no puede, o mejor dicho, no quiere aceptar, pues sería admitir que hay algo que se escapa a su entendimiento.
Susan iba a seguir su interrogatorio a pesar de que la tensión era obvia en su tía, sin embargo, su madre llegó evitándolo.
Mientras su madre se disculpaba por la tardanza, Christie recuperó la calma y adoptó de nuevo aquella actitud dulce que la caracterizaba, aunque ahora a Susan le parecía falsa, forzada y fingida tras haber visto la dureza que habían adquirido los rasgos perfectos de su tía.
La llegada de la madre hizo que desapareciera aquella extraña aura que impregnaba el ambiente. Aparentemente, la conversación se volvió otra vez banal y agradable. Era como si el viento hubiera arrastrado consigo esa pregunta y respuesta prohibidas. No del todo, Susan no podía olvidar la transformación ocurrida en su sosegada tía: esa rabia contenida, esos ojos afilados como el cristal...¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Cuál era la verdad que escondía la angelical sonrisa de Christie?
El tiempo de visitas se acabó y a todas le supo a poco. El día pasado junto a Christie fue tan agradable que acordaron que Susan y su madre volverían la semana próxima. Se despidieron entre besos y abrazos. Christie subió los escalones hacia su habitación y las otras dos mujeres enfilaron la carretera de vuelta a casa.
Esa noche Susan, no durmió. Dio mil vueltas a la cama, se levantó otras tantas e incluso acabó el libro que estaba leyendo. Hizo de todo menos dormir. No podía conciliar el sueño, el recuerdo de su tía estaba clavado tras sus párpados y, cuando los cerraba, la veía sentada en el jardín, sonriendo y apartándose rebeldes mechones de pelo de los ojos. Así la veía, sí; pero también recordaba su reacción cuando su madre no estaba. Ella solo preguntó el por qué de su estancia allí. ¿Eso debía de alterar tanto a Christie? Puede que sí, pero...
Bastantes kilómetros más al norte, alguien chillaba en la habitación de un psiquiátrico. Era Christie. Los calmantes no le hacían nada, el pánico era más fuerte. Gritaba en sueños, una pesadilla demasiado real, demasiado conocida ya y demasiado profunda como para despertar de ella.
Cuando la luz del amanecer venció la oscuridad de la noche, Susan no había dormido nada y Christie, a pesar de haber dormido, no había descansado, se había pasado la noche huyendo de algo de lo que ya no podía escapar.
Pasaron los días con sus respectivas noches, el sol pasó a luna siete veces. Pasó una semana. El sábado Susan se vistió, cepilló su pelo, desayunó rápido y nerviosa. Apremió a su madre y pronto estuvieron dentro del coche, camino al sanitario donde estaba su tía. El camino se le hizo eterno. No encontraba la postura, estaba incómoda y quería estirar las piernas. Necesitaba llegar ya.
Dos horas más tarde, bajó del coche y encaró el viejo edificio en el que Christie vivía.
Otra vez la misma sensación de inquietud y de soledad al entrar, otra vez la bruja disfrazada de enfermera que vigilaba la entrada, otra vez aquel interminable pasillo. De nuevo los alaridos de los enfermos abriéndose paso en su pecho. De nuevo la luz blanca acompañando a las puertas incoloras, a las paredes recubiertas de cal y al pasillo pulcro y frío.
Por fin la habitación número 32. Esa era la de Christie. Al entrar, las flores del jarrón habían sido sustituidas por otras cuyos colores eran más vivos. Excepto ese detalle, todo estaba exactamente igual. El ritmo cardíaco de Susan volvió a la normalidad al entrar en el dormitorio. Su tía estaba sentada junto a la ventana, esta vez leyendo un periódico. Ese era el único sonido que se escuchaba: el crujir del papel al pasar la hoja. Cuando las vio entrar, se levantó sin ninguna prisa y fue a abrazar a su hermana y a su sobrina que la esperaban sonrientes. Comenzaron hablando del tiempo: el calor del verano comenzaba a hacerse notar. Tomaron pastel de frambuesas. Esta vez la madre de Susan sí que lo había hecho. Acompañaron el pastel con una taza de té de frutos rojos realmente delicioso aunque demasiado dulce para Susan.
Más tarde, decidieron ir al jardín donde la temperatura era estupenda para charlar. Allí, al igual que la semana anterior, pasaron un par de horas, hasta que la madre de Susan tuvo que ir a rellenar el formulario en el que se especificaba quién y por qué había visitado a uno de los pacientes del centro. Era una mera formalidad.
No obstante, justo veinte segundos después de que la madre de Susan se fuera, Christie agarró fuertemente la muñeca de la chica a quien cogió por sorpresa. Su expresión cambió varias veces mientras miraba en silencio a Susan. Llegó un punto en que aquel silencio era demasiado denso e incómodo. Cuando Susan fue a quejarse, Christie la interrumpió con una frase que derrumbó el mundo de Susan:
- Sussy, ¿no ves el parecido? Yo soy tu verdadera madre. Mi hermana es tu tía, no yo. Por eso decidió traerte así de repente a verme. No era una casualidad. Ambas queríamos que supieras quién es tu verdadera madre.
Susan se quedó completamente muda, todo le daba vueltas y creía que el suelo se abriría bajo sus pies de un momento a otro. No podía ser verdad. ¿Era ella la hija de una loca?. No, no, no y no. Su madre era aquella graciosa mujer que se dirigía hacia ella rápidamente. Sintió sus mejillas humedecerse. Quería chillar, pero ese llanto ahogó el grito convirtiéndolo en un extraño quejido.
Solo acertó a decir:
- ¿Mamá?
La mujer que hasta ahora había sido su madre bajó los ojos y comenzó a hablar mientras Christie, la verdadera madre de Susan, le tomaba la húmeda y temblorosa mano a su hija.
- Susan, cariño... tengo que confesarte algo. - comenzó lentamente - Yo no soy tu madre como acabas de averiguar. Tu madre es Christie. Justo siete meses después de que la internáramos aquí tuvo a un precioso bebé, tú. En ese entonces ella no podía cuidarte así que me quedé a cargo de ti. Puede que no seas mi hija, pero te quiero como tal. Aun así, tenías que saberlo. Siento habértelo ocultado durante tantos años, necesitaba estar segura de que estabas preparada para semejante noticia.
Susan, dolida, adoptó un tono mordaz e irónico
-¿Semejante noticia?, ¿Preparada?. No, “mamá”. -hizo especial énfasis en la palabra “mamá”- No estaba preparada para que destruyeras toda mi vida. Resulta que no eres mi madre, sino mi tía. Y encima, no puedo vivir con mi verdadera madre porque está como un cencerro. ¿Qué es lo siguiente? ¿Mi verdadero padre es un mafioso ruso con tres brazos?
-Tu padre está muerto.- dijo Christie en un tono que hizo temblar a Susan. Fue una frase tan corta y a la vez dicha con un tono tan cortante y seco que aplacó la ira de la joven... durante diez segundos
-Ah, sí, es verdad, mi madr... mi tía – siguió Susan- me dijo que crees que unos ángeles de piedra mataron a tu novio. Já, no me hagas reír. ¿Cómo lo hicieron?¿poniéndose muy cerca de él para que así las palomas también se cagaran encima suya? Estás loca y, otra cosa, tú no eres mi madre.
Susan le quitó las llaves del coche a su madre (sí, era en verdad su tía; pero para ella siempre sería su madre) y se encerró en el coche durante un buen rato, con las lágrimas ardiéndole en los ojos y una frustración en la boca del estómago que no podía sofocar. Rompió a llorar y no paró hasta meterse en su cama.
Justo antes de que ambas se fueran del sanatorio y, mientras Susan sollozaba encerrada en el coche, Christie le dijo a su hermana que le dijera a la chica que ella de verdad la quería, que por favor volviera la semana que viene y que le contaría toda la verdad.
Susan pasó la semana en su cuarto. Estaba de vacaciones así que ni siquiera tenía que ir al instituto. Pasó varios días intentando evitar a su madre, hasta que acabó cediendo. Puede que no fuera su madre biológica, pero sí que era su madre. Tardaron un poco en recobrar la normalidad, pero, una tarde, viendo películas antiguas (a las cuales nunca hacían caso porque se ponían a hablar de esto y de lo otro) y comiendo galletas caseras, lo arregló todo. Volvían a ser las mismas de antes.
Cuando llegó el día de visitas del psiquiátrico, Susan cogió el autobús y fue sola a ver a su tía Christie. A pesar de que no tuviera demasiadas ganas de verla, sí que necesitaba respuestas.
Esta vez tardó tres horas en llegar (ese autobús era increíblemente lento). Entró en el psiquiátrico, con la misma y feísima enfermera-bruja, con el mismo solitario pasillo, con las mismas puertas, misma sensación de opresión en el pecho. Todo aquello empezaba a resultarle familiar excepto las voces. Jamás se acostumbraría a los gritos de los enfermos mentales, a los arañazos en las puertas ni a las pupilas nubladas por el efecto de los calmantes.
El cuarto número 32, abrió la puerta. La habitación seguía siendo la misma: cálida, acogedora, bien decorada y con olor a flores frescas. La que no era la misma era Christie. Esta vez no estaba sentada junto a la ventana, ni leyendo un libro o un periódico. Esta vez estaba de pie, con las manos crispadas apretando sus brazos, dando cortos paseos. Cuando Susan abrió la puerta, Chrsitie clavó sus pupilas en la chica y, antes de que esta pudiera decir nada, la mujer se abalanzó sobre ella, con lágrimas en los ojos y una leve sonrisa en su boca. Le dio un largo y fuerte abrazo.
Susan, al verla así, aceptó su abrazo y se lo devolvió. Ambas se sonrieron tímidamente. Comenzaron tomando un té y unas galletas, hablando de la infancia de Susan, mirando fotos antiguas, tanto de la época en la que Christie era solo una chiquilla de cabellos dorados y unos ojitos encantadores hasta el momento en el que conoció a Matt, su novio y padre de Susan.
Matt era bombero. Alto y rubio también, de ojos oscuros como la noche y una sonrisa grande y simpática. Su nariz, larga y recta, estaba llena de pecas (rasgo que heredó su hija). Matt era un hombre muy inteligente, sincero y de gran corazón, siempre dispuesto a hacer todo lo posible por los demás sin importarle las consecuencias. Sin ni siquiera importarle su propio bienestar con tal de ayudar.
La mañana pasó volando y llegó la tarde. Las dos mujeres bajaron a la parte trasera el jardín, donde había un columpio atado a la rama de un viejo roble. Susan se sentó en el columpio y comenzó a balancearse lentamente. Eso siempre la relajaba, desde que era pequeña, además necesitaba calmarse para lo que quería preguntarle a Christie.
-Oye Christie, necesito respuestas. ¿Qué te pasó para que te internaran aquí? Si te soy sincera, no creo que estés loca. Creo que algo te pasó y que es tan raro o incluso increíble que todos te tomaron por loca.- dijo Susan con los ojos fijos en el cielo mientras se balanceaba.
-Vaya, vaya. Eres muy lista mi pequeña, Sussy, justo como tu padre -mientras miraba a su hija su mirada se volvió un poco triste, como si estuviera reviviendo el pasado, un pasado feliz-. ¿Quieres saber la verdad? Te la diré con una condición. No me juzgues ni me tomes por loca antes de oír el final de mi historia, ¿de acuerdo?
-Prometido- aceptó Susan acomodándose en el columpio.
Entonces Christie sonrió traviesa y tras una pausa dramática añadió:
-Sussy, cielo, queda media hora para que acabe el horario de visitas. No tengo tiempo, te lo tengo que contar la semana que viene. Te dejaré en vilo- sonrió ampliamente y de forma sincera, estaba preciosa- ¿soy muy mala?
-Malísima.- dijo Susan fingiendo enfado pero no pudo impedir que una sonrisilla se colara entre sus labios.
Susan pasó la semana pensando en mil historias que podrían ser lo suficientemente fantásticas y misteriosas como para internar a una persona en un psiquiátrico. Se le ocurrió desde que su tía comiera algún tipo de seta alucinógena y pensara que la habían abducido los extraterrestres hasta que era un hada de un mundo misterioso, que se había perdido en la Tierra y los simples humanos no eran capaces de aceptar la existencia de ese ser mágico y precioso.
Cada una de sus teorías eran más disparatadas y divertidas. Sin embargo, a veces se sorprendía a sí misma pensando en Christie como en su madre y no quería. Susan había decidido que no apartaría a Christie de su vida y sabía que ella la quería. No obstante, para ella su madre era la que la había criado, querido y ayudado desde niña, aunque en realidad fuera su tía. Pero, bueno, ¡eso es cuestión de matices! ¿no?
Llegó por fin el sábado, día de visitas en el sanatorio. ¿Era extraño que una adolescente de dieciséis años estuviera más atenta del día de visitas de un psiquiátrico que a los chicos o la moda? Pues sí, pero ¿en serio le importaba? Pues no.
Le dio un abrazo a su madre, quien le hizo llevarse esta vez un pastel de manzanas para Christie.
Pasó otras tres horas en ese maldito autobús.“¿Por qué tiene que ser tan lento?”, pensaba Susan.
Corrió desde la parada del autobús hasta la entrada del psiquiátrico y, justo cuando iba a entrar, la voz suave y dulce de Christie la avisó desde el columpio.
-Sussy, cielo, estoy aquí. Ven- decía la mujer a la vez que saludaba con la mano y daba pequeños saltos para llamar la atención de su hija.
Ambas se sentaron en una de las muchas mesas de piedra que había en el amplio jardín. Una enfermera, ésta un poco más agraciada que la de la entrada, les trajo un par de tazas de café con leche y, mientras devoraban la rica tarta de manzana, empezaron hablando de todo y de nada a la vez. Retrasando así la charla que tenían pendiente. Susan estaba ansiosa por saber la verdad. Quién sabe, puede que su madre fuera la princesa de alguna época pasada que había viajado en el tiempo. Sin embargo, sabía que Christie prefería seguir hablando un rato más así, al menos hasta que se acabaran el trozo de tarta.
Cuando Christie se bebió la última gota de su café miró a su hija. ¡Qué guapa era! Pero sabía que si seguía haciéndola esperar, esa vena del cuello le iba a reventar de impaciencia, así que, ahogando la risa que le producía ese pensamiento, la miró a los ojos y le dijo:
-¿Quieres que te cuente mi historia, Sussy?
-Sí, por favor. Empezaba a creer que nunca lo harías y estaba de los nervios. Diez minutos más y la vena del cuello me habría reventado- estalló Susan
Christie se echó a reír. Le gustaba que su hija tuviera las mismas ocurrencias y tonterías que ella.
-Muy bien, muy bien. Nadie quiere que te estalle nada. Voy a comenzar mi historia. Por favor, lo único que te pido es que no hagas ningún comentario ni me juzgues hasta que haya acabado, ¿de acuerdo?
-De acuerdo mamá.
Ambas se sorprendieron. Susan no estaba pensando cuando dijo mamá, pero no le disgustó decirlo. Como Christie vio la confusión en los ojos de su niña, hizo como si no hubiera oído nada, aunque en su interior se sentía la mujer más feliz sobre la faz de la tierra.
-Bueno, entonces comenzaré.


Lo peor de todo era esa sensación de angustia, de claustrofobia. No sabía qué hacer ni tenía fuerzas para pensar. Mi mente solo obedecía al impulso de correr, huir, sobrevivir a aquello que reptaba entre las sombras. Estoy segura de que ese “bulto” en la oscuridad saboreaba el terror que desprendía mi mirada y mis movimientos espasmódicos, disfrutaba al ver mis inútiles intentos de huir. Sus movimientos en la más absoluta oscuridad eran completamente impredecibles. Cuando estaba segura de que no me seguía, en ese momento, volvía a sentir sus pupilas en mis hombros, presionándolos y retándome a continuar mi desesperada carrera y cuando ya no me quedaban fuerzas para seguir, aquel ser también se detenía; se arrastraba y se enrollaba entre mis piernas, subía por mis caderas y mis hombros hasta encontrar mi rostro. Luego, me miraba a los ojos fijamente, aquellos ojos cuyo color ni siquiera sabría describir pues mostraban todo aquello que más temo y entonces, el hedor de su congelado aliento me envolvía. Muy lentamente, para asegurarse de que cada una de sus palabras me calaran hasta los huesos como dagas, me susurraba: “Fin del juego, no apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a abrirlos”. Aguantaba todo lo que podía, hasta que mis ojos se rendían al dolor y al pánico, justo antes de cerrar mis párpados por última vez, esa criatura sonreía triunfante...
-Chris, Chris, despierta mi amor, estás gritando en sueños- me susurraba Matt al oído- y además, en un intento de escapar me has dado un golpe de karate que me ha sacado de la cama.
-Hola cariño, lo siento. ¿Estás bien?
-Bah, un golpe me hará parecer más duro -sonreía, me volvía loca esa sonrisa- ¿Otra vez la misma pesadilla?
-Sí, desde que me mudé aquí tengo la misma pesadilla cada noche, aunque hay veces en las que el miedo y le sensación de que es todo verdad es especialmente intensa.
-Bueno, ya estás despierta y tenemos que levantarnos. ¿Te apetece un paseo junto al mar?
-Sabes que sí- me besó y nos levantamos de la cama.
Todos los días junto a Matt eran perfectos, cuando tenía miedo por la noche, me susurraba al oído y acariciaba mi pelo hasta que me calmaba. Él era todo cuanto necesitaba. ¿Cómo iba a sospechar que en solo un mes todo iba a cambiar?
Matt y yo vivíamos en AngelStone, un pueblecito cerca de la costa canadiense. Yo era profesora de español en el único instituto de esa localidad y él pertenecía al cuerpo de bomberos.
El día en el que mi vida, nuestras vidas, cambiaron, era un sábado, como hoy. Comenzamos paseando junto al mar, jugamos entre las olas, reímos, saltamos, cantamos, bailamos, nos abrazamos, nos besamos...
Aquel lugar era mi propio paraíso. Esa mañana nos subimos a un bote para dar un paseo por el puerto. Allí, entre el olor a sal, el cielo de septiembre, la arena y las gaviotas, Matt me pidió matrimonio. Acepté sin dudarlo, casi nos caímos del bote al abrazarnos.
Al volver a casa, pasamos, como solíamos hacer, junto a la iglesia que había a las afueras, un antiguo monasterio abandonado donde los niños del pueblo jugaban a averiguar quién era el más valiente pasando una noche allí.
Verás, ese sitio era terrorífico por las noches ya que en la parte trasera había un cementerio donde descansaban los restos de los monjes que allí vivían siglos antes. Sin embargo, a la luz del día ese sitio no estaba tan mal, sobre cada tumba había una preciosa estatua de un ángel de piedra. Eran tan reales; sus rostros, sus expresiones, sus cuerpos... todo. Parecían ángeles de verdad. Yo adoraba caminar por allí admirando su siniestra belleza.
Cuando pasé por allí junto a Matt, iba tan feliz que ni siquiera me di cuenta. Una estatua no estaba exactamente igual que ayer, ni que hace dos días, ni tampoco igual que el día que me mudé allí. Había una estatua, solo una, que pestañeaba. Sé como suena. Sé que es una tontería decirlo, pero ahora lo sé. Ese ángel sí se movía. No sé cómo, pero lo hacía.
Esa tarde, se encontraron a dos niños muertos alrededor de ese cementerio. Se creó una gran conmoción. Nadie podía creer lo que veía... La causa de la muerte fue puro terror, esos niños murieron de miedo. Fue un paro cardíaco provocado por la visión de algo increíblemente aterrador.
Cayó la noche, otra vez la misma pesadilla. Corría y corría, no podía escapar. Aquello que me seguía disfrutaba. Era el cazador acechando a su presa y no iba a dejarla escapar. Me sentía acosada, me costaba respirar o pensar con nitidez. Una vez más mi corazón estalló de pánico y cansancio; en mi cabeza su voz resonó, atronadora, aterradora: “Fin del juego. No apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a abrirlos”.
Desperté empapada en sudor, con la mano de Matt sobre mi hombro, la preocupación se reflejaba en su rostro, pero no era por mí. Él iba vestido. Algo había pasado en el pueblo. ¿No me digas que...?
Mis presentimientos eran correctos: otras cuatro personas muertas. Sus corazones dejaron de latir, sus mandíbulas se desencajaron en un grito de terror que no pudieron articular. No sabía qué ocurría. Nadie lo sabía. Si era un asesino, escogía al azar. Sin embargo, algo dentro de mí me decía que éstos no eran homicidios normales.
Se suspendieron las clases. La policía vigilaba las calles a todas horas. Nadie salía de sus casas. Todos tenían miedo... y aun así seguían apareciendo cadáveres cada día. Todos en las mismas condiciones. Sus cuerpos formando escorzos y sus rostros eran la personificación del horror. Pálidos hasta casi ser translúcidos y los ojos desorbitados con las pupilas nubladas y el iris borrado, con la boca abierta y las manos cubriéndose la cara en un estúpido intento de protección de algo de lo que nadie puede escapar; de sus peores pesadillas. Del miedo.
A la par que más cuerpos inertes aparecían entre los callejones del pueblo, más intensas eran mis pesadillas. Me despertaba sufriendo ataques de ansiedad y con el vívido recuerdo de aquellas pupilas mirándome y la única forma de salvar mi vida es no parpadear, mirar a ese ser a los ojos y jamás apartar la vista. Desviar mi mirada sería sucumbir a aquella sensación, sería dejarle ganar y otra cosa no, pero soy muy testaruda y competitiva. Yo odio perder.
Ya habían pasado dos semanas y el número de víctimas seguía en aumento. Esa noche, la voz me lo volvió a repetir en mis sueños, mientras me aprisionaba y acercaba su cara amorfa a la mía: “Fin del juego. No apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a abrirlos”.
Solo que esa vez, no cerré los ojos. Un destello de confusión brilló en las pupilas de aquello que me seguía. Lo que vi me hizo parpadear para asegurarme de que era verdad. Craso error. Cerré los ojos. Adiós Christie.
Me desperté con sangre en las manos, había apretado demasiado mis palmas con las uñas provocándome heridas. Sin embargo, y por muy extraño que pareciera, sabía hacia dónde ir. Sabía que era peligroso salir y que podría no ser nada, pero ¿y si lo fuera...?
Estaba a punto de salir de casa. Matt no estaba ya que se había ofrecido como voluntario para ayudar a la policía. Por más ayuda que pedíamos y mientras más respuestas afirmativas recibíamos, menos ayuda llegaba. Era como si la ayuda se evaporara o desapareciera a medio camino. Era como si la ayuda muriera antes de llegar. Además, nadie huía del pueblo. Es realmente extraño pero ninguno de nosotros dejamos el pueblo. No sé por qué pero esa idea simplemente la desechábamos si se nos ocurría. Justo cuando iba a girar el pomo de la puerta, una náusea subió por mi garganta y vomité todo el desayuno en el paragüero. Me sentía muy mareada, tuve que sentarme unos cinco segundos hasta salir disparada al servicio para vomitar. Cuando salí de allí, estaba blanca y mareada. Pensé que sería una simple indigestión. Cuando se me pasó un poco, salí.
Nunca había visto las calles tan desiertas. Las puertas y las ventanas estaban cerradas a cal y canto. No se oía ni un solo llanto de bebé o la risa de un niño. “Este silencio es insoportable”, pensé.
Me dirigí hacia el antiguo monasterio donde se encontraron a los primeros niños muertos. Más exactamente, me dirigí hacia el cementerio. Hay trece tumbas. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12...
Solo hay doce ángeles. Estoy segura de que había un ángel para cada tumba. Falta un ángel de piedra.
Me subí a una tumba y acaricié la cara de uno de los ángeles. No podía ser. No podía ser ese el rostro de aquello que me perseguía en sueños. Pero, por otro lado, estoy segura de que era igual a ese ser que me retaba a sostenerle la mirada. Parece ser que esta noche tendría otra vez mi habitual cita. La diferencia era que esta vez era yo quien iba a retarle.
Otro pequeño mareo me provocó arcadas. Me giré y...
¡¡¡AAAAHHHHH!!!
-¿Qué haces aquí, Chris? Sabes que es peligroso salir. Además ¿qué te pasa?. Tienes mala cara.
Era Matt. Se le veía cansado y muy preocupado. Tras decir eso, me temblaron las piernas y otra arcada dobló mi cuerpo. A pesar de que le aseguré que era una indigestión, él me obligó a ir al hospital. Allí me dijeron tres palabras que cambiaron mi vida para siempre:
-¿Está usted embarazada?
Efectivamente. Estaba embarazada de ti. En un lugar en el que reinaba el dolor, la muerte y el pánico, tú fuiste mi salvación, mi querida Sussy. Tú me diste fuerzas para salir de allí.
Esa noche, tardé en dormir. Mis pensamientos se centraban en el bebé que iba a tener. Cuando me dormí, otra vez me encontré huyendo en la oscuridad. Tropecé, me hice mucho daño en el tobillo y, antes de que pudiera erguirme, ese “bulto” ya estaba sobre mí, como siempre dijo:“Fin del juego. No apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a abrirlos”. Solo que esa vez, contesté: “trece, había trece ángeles de piedra; ahora solo doce, eres tú el que falta, ¿verdad?”. La criatura sonrió, dejándome ver su pétrea figura. Me contestó: “Chica lista, pero ¿te servirá eso para salvarte a ti?”... Recorrió mi cuerpo hasta arañar mi vientre … “¿O a tu hija?”.
Desperté en posición fetal, agarrando, más bien protegiendo a mi bebé, a ti. Corrí a vomitar. Odiaba las náuseas matutinas.
Al salir a la calle, me encontré con varias personas llorando desconsoladas. Todas gritaban, suplicaban esa ayuda que parecía no llegar. En solo dos semanas había habido veintitrés víctimas. Todos en las mismas condiciones. El problema era que nadie creería lo que había descubierto. Ni yo misma estaba segura. Pensándolo bien, era ridículo rayando en la locura. ¿A los ángeles de piedra del viejo monasterio les daba por estirar las piernas y asustar a la gente hasta el punto de matarla?
Puede que fuera extraño, pero sentía que debía proteger a mi hija. Busqué a Matt por todo el pueblo sin éxito. La verdad es que el buen juicio nunca ha sido una de mis mejores cualidades, así que sin pensarlo dos veces corrí hacia ese monasterio.
Esperé a Matt, pero él no llegaba. No podía esperar más y, al atardecer, irrumpí en el cementerio.
Al llegar, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10... Vale, eso era un problema. Ahora faltaban tres ángeles. Parpadeé, solo una vez. Todas las estatuas me miraban. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral erizándome el vello de la nuca. Todas las estatuas se habían girado. En la fracción de segundo que duró mi pestañeo, todas giraron sus cabezas. Mantuve los ojos abiertos y corrí a colocarme en una posición en la que ningún ángel me mirara. Parpadeé. Otra vez todas las estatuas me observaban. Mis piernas no me sostenían, no podía ser verdad. “Son estatuas, por dios Chris, te estas volviendo majareta”. Las lágrimas afloraron a mis ojos y los cubrí con mi mano para enjugarme las lágrimas. Cuando aparte mi mano, todos los ángeles seguían mirándome...
Uno de ellos estaba arrodillado justo a mi lado, con los brazos extendidos listo para atraparme. Su rostro mostraba esa sonrisa tan conocida para mí. Es normal, soñaba con esa cara, con ese gesto, cada noche. Me alejé temblando, arrastrándome por el suelo. Las lágrimas rodaban por mis mejillas sin control. Aun así, sabía que, si apartaba la mirada, se acercarían a mí, puede que demasiado.
Sin darme cuenta, mi espalda se chocó contra un ángel. Le había dado la espalda a uno. Vi mi fin claro. La estatua me tenía agarrada del pelo y me estaba mirando fijamente. Comencé a implorar por mi vida. Dios mío, mi hija debía vivir. Un llanto desconsolado reventó en mi pecho. Cerré los ojos. Al abrirlos, la cara del ángel estaba a medio milímetro de la mía. Un solo parpadeo más y sería mi fin. Recé todo lo que sabía, y eso que soy atea. Nada daba resultado. Un último y desesperado grito se abrió paso desde mis entrañas y entonces... cerré los ojos. “Adiós mi bebé, lo siento.” Eso pensé.
-¡¿Chris, cariño que te pasa?!
Era Matt, su aparición me había salvado. Los 9 ángeles habían vuelto a sus pedestales. Un momento, ¿9?, a mí me habían atacado diez ángeles. Me giré hacia tu padre... 10, el décimo ángel estaba tras él, con las manos rodeando su cuello y él no era consciente de nada. Intenté no cerrar los ojos, de verdad, lo intenté. También quise gritarle; decir: “Matt date la vuelta y mira a los ojos de esa estatua... por favor huye. Te quiero”. El miedo me enmudeció. Me lloraban los ojos. Todo pasó demasiado rápido. Ni Matt ni yo tuvimos tiempo de nada. Cerré los ojos firmando su sentencia de muerte. Me sentí como su verdugo durante años. Ni siquiera tuve tiempo de llorar su muerte. Cuando abrí los ojos el hombre al que amaba, tu padre, ya estaba muerto y yo tuve que huir para salvarte. Tuve que hacerlo, aún así todavía hoy me siento culpable.
Al llegar al pueblo me encontré cadáveres en todas las calles. Los ángeles que faltaban estaban todos allí, mirándome. Retrocedí sin apartar la vista de ellos. Choqué con algo. Me giré, consciente de que los ángeles se acercarían más a mí, pero tenía un presentimiento. En efecto. Bastaron solo unos instantes para encontrarme rodeada de doce estatuas. Seguía faltando una.
Fin del juego. No apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a abrirlos”. Ahí estaba el décimo tercer ángel. Me giré. Por raro que parezca, ningún ángel se movió. Sabían que era la presa de ese cazador que se aparecía en mis pesadillas.
Nos miramos. Estoy segura de que no duró más de dos segundos. Para mí fue una eternidad.
-Te juro que si me tocas a mí o a mi hija acabaré contigo como sea- afirmé con un tono amenazante y seguro. O al menos eso fue lo que pretendía aunque mi voz se quebró al final.
-Qué gran madre- dijo aquella estatua con tono irónico. Para mi asombro podía moverse aunque la estaba mirando. Podría deberse a que ya era el dueño de mis pesadillas y, muy a mi pesar, éramos viejos conocidos-. ¿Sabes, mi querida Christie? No me hace falta matarte para herirte, ni tampoco matar a tu hija.
Sonrió. Maldije aquella sonrisa. Pero en ese momento no estaba segura de a qué se refería cuando me dijo eso.
-Pero ¿por qué yo?
-Tú has sido la única capaz de entretenerme.- ese ser empezó a acariciar mi cabello con su pétrea mano. Ahora lo entendía, yo era la muñeca de esa especie de ángel, mejor dicho, de ese demonio-. Yo solo quería seguir jugando contigo, pero ese estúpido bombero tuvo que entrometerse robándome lo que es mío. No lo podía permitir. De hecho, me sentía tan herido por tu culpa que tuve que matar a todo el pueblo.
Enfermizo. Ésa era la palabra para definir aquello. ¿Iba a matarme? Prefería eso a seguir siendo su juguete. Rompí a llorar, mi fortaleza había llegado al extremo. Lo admito, me rendí. Sin embargo algo me devolvió las fuerzas. Aquel ángel se arrodilló y comenzó a abrazar mi vientre diciendo que ambas seríamos sus muñecas, que estaríamos con él toda la eternidad... en forma de estatuas.
No se cómo pero supongo que la adrenalina hizo que me zafara de sus brazos. Huí. Sentía mi pesadilla. Esto era real. Todo esto lo había soñado. Sabía que iba a morir pero al menos no se lo pondría fácil. De repente, me dí cuenta. Los asesinatos ocurrieron todos de noche. ¿Podría ser que...?
Corrí durante toda la noche. Aquella maldita estatua me seguía, se divertía. Era lo más terrorífico que jamás había vivido. Sumida en mis pensamientos llegué a un callejón sin salida. Estaba en frente de mí. Parpadeé. Dio un paso. Me sequé las lágrimas. Otro paso. Abracé a mi niña. Otro paso; sonreía. Me desmoroné. Caí al suelo. Sentí sus manos a tres centímetros de mí. “¿Alguien podría ayudarme?” “Al menos salven a mi bebé” pensaba. Sentí su mano arañando mis labios. Silencio.


Susan temblaba y apretaba la mano de su madre. Christie tenía las manos crispadas y su mirada se había perdido.
-¿Christie, que pasó?; ¿cómo te salvaste?- preguntó.
Ella la miró, la abrazó y en un susurro le dijo:
-Me salvó la luz del sol. Los primeros rayos de alba inmovilizaron al ángel. Acabó la peor noche de mi vida, aunque en una cosa tenía razón. No me mató, ni me hirió siquiera. No le hizo falta para destrozarme la vida. Cuando conté la tragedia de AngelStone, nadie me creyó. El gobierno encubrió aquel desastre porque no había una explicación lógica. Me tomaron por loca y me obligaron a entrar aquí y a separarme de aquello que más quería: de ti.

Susan la abrazó largo rato. Cuando se separaron ya había acabado el horario de visitas del psiquiátrico. Christie vio cómo su hija se alejaba. Entonces Susan se volvió y dijo:
-Te creo. Volveré la semana que viene y la siguiente y todas las demás. Te quiero...mamá- se despidió con la mano y se fue haciéndose pequeña en la distancia.
Por primera vez en muchísimos años, Christie durmió y no soñó, no tuvo ninguna pesadilla ni tampoco ningún otro tipo de sueño. Simplemente descansó.




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