-Mamá,
¿falta mucho para llegar a la casa de la tía Christie?- preguntó
Susan mirando con impaciencia a su madre que llevaba más de hora y
media al volante.
-Ya
casi estamos cariño, solo un ratito más... Por cierto, Susan, debes
saber algo sobre tu tía. En realidad no vamos a su casa, sino a un
sanatorio que hay en un pueblecito a las afueras de Alberta. Verás,
ya eres mayorcita y debes saber que tu tía no es demasiado estable
¿sabes?
-¿Por
qué está allí? ¿tan loca está?
-No
te preocupes, no te hará nada. Te quiere mucho y lleva queriendo
verte desde hace años. La última vez que te traje para que te viera
tenías seis años. Qué mala hermana he sido, tienes dieciséis ya
y no ves a tu tía desde hace diez años. Debería haberle hecho un
pastel, sí, ese pastel de frambuesas que le encantaba de pequeña.
Ella y yo siempre discutíamos por el pedacito más grande.
Susan
sabía que cuando su madre quería evitar responder alguna pregunta
comenzaba a divagar y a decir cosas absurdas. Lo más sencillo era
dejar que siguiera hasta que se cansara y no darle más importancia;
de hecho, eso es lo que solía hacer, pero esta vez la curiosidad era
más fuerte.
-Mamá,
lo que quiero saber es por qué está la tía Christie en ese
manicomio- preguntó Susan a su madre, quien palideció y bajó la
mirada. Sin embargo, respondió a la pregunta de su hija.
-Christie
está allí por que piensa que unos ángeles de piedra la perseguían
en sueños y que además mataron a su novio Matt.
-¿Ángeles
de piedra?- dijo Susan por respuesta.
Madre
e hija siguieron el viaje en silencio, cada una sumida en sus propios
pensamientos, los de Susan se limitaban a una sola idea que daba
vueltas en su cabeza sin cesar: “tengo una tía que está como una
regadera...”
Llegaron
a mediodía al sanatorio. A Susan le pareció increíblemente frío y
solitario. Pasó de estar nerviosa y, aunque no lo quería reconocer,
incluso un poco asustada por ver a su tía “la loca”, a
compadecerla por estar en aquel sitio. No sabía por qué, pero
sentía que su tía no debería estar en un lugar como aquel aunque
se decía a sí misma que solo eran tonterías suyas.
Una
enfermera de unos cincuenta y tantos años las recibió a la entrada.
Era morena, con todos los cabellos lacios sujetos en un tirante moño
bajo. Susan no solía juzgar a nadie por su apariencia pero... es que
esa enfermera era realmente fea, casi desagradable a la vista, con
unos ojos demasiado pequeños enmarcados por unas cejas abundantes y
masculinas que no acompañaban a su diminuta carita. Tenía la nariz
larga y puntiaguda, con una imponente verruga en su mejilla
izquierda. Un suave vello bañaba su labio superior y, junto con los
dientes amarillentos y torcidos la hacían parecer la típica bruja
de los cuentos que Susan leía de pequeña y que tanto miedo le
provocaban. La enfermera miró a Susan, que seguía embobada
mirándola, con un desagradable rictus que hizo que la chica diera un
respingo y bajara inmediatamente los ojos.
Madre
e hija siguieron a aquella mujer por un gran pasillo, cuya luz blanca
lo hacía parecer horriblemente frío y demasiado largo. Aquel
corredor estaba poblado por docenas de puertas, también blancas, y
de ellas se escapaban los gritos de los que allí estaban internados.
Susan se estremecía al pensar en los delirios que esas personas
imaginaban y se dio cuenta de que su tía probablemente estuviera
igual o peor que esas voces anónimas que le reventaban los tímpanos
y se colaban en su cerebro sin permiso.
-Aquí
es, esta es la habitación de Christie Adler.- dijo la que, tras una
pequeña pausa, continuó advirtiéndonos- Señora, a veces una no
sabe como pueden actuar los pacientes al recibir visitas. Si ella les
hiciera algo, toquen el timbre que hay junto a la puerta. Entraremos
enseguida.
-Muchas
gracias, no se preocupe. Si necesito su ayuda se lo haré saber.
Tras
decir esto, la enfermera se despidió y Susan entró con su madre en
la habitación, dispuesta a encontrarse con una loca, enfundada en
una camisa de fuerza, con el pelo grasiento y enredado que gritara
oraciones inconexas e improperios producidos por el efecto de las
drogas y por su propia locura.
No
fue así.
Al
entrar, la abundante luz cegó momentáneamente a la joven. Cuando
abrió de nuevo los ojos, se fijó en la acogedora habitación (todo
lo agradable que puede ser un dormitorio de un sanatorio): una gran
ventana iluminaba la sala por la cual entraba una leve brisa estival
que producía que la cortina rosada bailara. Las sábanas de la cama,
a juego con la cortina, estaban perfectamente colocadas, sin ninguna
arruga. Había cojines de mil colores sobre la almohada y una balda
sobre el cabecero de la cama llena de libros. Sobre la mesita de
noche había un precioso jarrón con flores frescas que donaban su
perfume a la sala. Susan recuperó la tranquilidad que había perdido
al entrar en la habitación de su tía. Y luego estaba Christie.
Desde luego, no era como la chica la imaginaba.
Era
alta, rubia, con una abundante melena que le llegaba por la cintura
como una cascada de oro. Sus ojos eran de un azul intenso, de una
expresión tan dulce y pacífica que nadie pensaría que esos ojos
soportaran sobredosis de medicamentos cuando los delirios se abrían
paso en su mente. Tenía una pequeña naricilla redondeada y una boca
de labios rosas. En conjunto, era una de las mujeres más bellas que
Susan jamás había visto. Christie estaba sentada junto a la
ventana, leyendo un libro tranquilamente. Cuando se giró para ver a
su hermana y a su sobrina, una sonrisa iluminó su rostro. Se levantó
y Susan no pudo menos que admirar la elegancia de sus movimientos: “
ella no está loca, simplemente es un hada. No debería estar aquí”.
Eso fue lo que pensó cuando su tía se inclino para darle un abrazo
y un beso. Olía a lavanda.
-
Hola hermanita, ¿cómo estas? Esta es Susan. No sé si la
recordarás, ha cambiado mucho- comenzó la madre.
-
Estoy muy bien, gracias, y claro que recuerdo a la pequeña Sussy. De
pequeña eras preciosa pero ahora pareces una hadita .- le sonrió su
tía a la chica.
Pasaron
dos horas hablando tranquilamente, bebieron café y comieron galletas
y golosinas en el jardín del sanatorio. Las tres mujeres comenzaron
a sentirse muy unidas en cuestión de tiempo. Susan se fijó en que
el cabello de su tía a la luz del sol era casi deslumbrante. No
podía creer que fuera hermana de su madre, quien era morena, de ojos
castaños, muy bajita y no tenía ni de lejos la suave voz o la
elegancia al andar de su hermana. En cambio, Susan sí que se parecía
a su tía; de hecho, se parecía a su tía mucho más que a su propia
madre. Ella era también rubia aunque tenía el pelo por los hombros.
También tenía los ojos azules, la nariz redonda y los labios
rosados. También era muy alta, pero un poco más desgarbada. Lo poco
que la diferenciaba de su tía era que la nariz de Susan estaba
bañada por unas pecas que le daban un aire más infantil y que tenía
una voz bastante más aguda.
Mientras
los pensamientos de Susan volaban en su propia dirección, su madre
fue a rellenar un formulario y ella no se dio cuenta que ahora era
su tía quien la observaba fijamente, con una expresión triste,
melancólica, pero, a la vez, feliz y luminosa como el sol.
-
Mi pequeña Sussy...- suspiró Christie - Hay que ver lo que has
crecido, ya eres toda una mujercita.
Susan
despertó de sus ensoñaciones y siguió la conversación.
-
Bueno, al menos alguien se da cuenta porque mamá...- rieron ambas.
-¿Y
qué?- miró Christie a su sobrina con una media sonrisa que le
favorecía mucho- ¿Hay algún amiguito especial por ahí?
El
incipiente rubor en las mejillas de Susan contestaron por ella y una
carcajada reventó en la boca de su tía. Tenía una risa tan
contagiosa que Susan acabó por rendirse y se unió a aquel alegre
dúo.
Siguieron
hablando del “amiguito” de Susan un rato y luego la joven
preguntó algo que hizo que el ambiente se enfriara; que las pupilas
de Christie se dilataran perdiendo su luz, cambiando el azul por el
negro; que sus labios se tensaran formando una delgada línea y que
cada fibra del cuerpo de Christie se tensara:
-
Tía, llevo observándote un rato y no lo entiendo. Tú no estás
loca como dicen, ¿por qué estás aquí?
La
voz de Christie salió ronca y afilada como un cuchillo
-
¿Por qué? Pues porque mi historia es tan irreal como verdadera, y
tan aterradora que la estúpida mente humana no puede, o mejor dicho,
no quiere aceptar, pues sería admitir que hay algo que se escapa a
su entendimiento.
Susan
iba a seguir su interrogatorio a pesar de que la tensión era obvia
en su tía, sin embargo, su madre llegó evitándolo.
Mientras
su madre se disculpaba por la tardanza, Christie recuperó la calma y
adoptó de nuevo aquella actitud dulce que la caracterizaba, aunque
ahora a Susan le parecía falsa, forzada y fingida tras haber visto
la dureza que habían adquirido los rasgos perfectos de su tía.
La
llegada de la madre hizo que desapareciera aquella extraña aura que
impregnaba el ambiente. Aparentemente, la conversación se volvió
otra vez banal y agradable. Era como si el viento hubiera arrastrado
consigo esa pregunta y respuesta prohibidas. No del todo, Susan no
podía olvidar la transformación ocurrida en su sosegada tía: esa
rabia contenida, esos ojos afilados como el cristal...¿Qué era lo
que estaba pasando? ¿Cuál era la verdad que escondía la angelical
sonrisa de Christie?
El
tiempo de visitas se acabó y a todas le supo a poco. El día pasado
junto a Christie fue tan agradable que acordaron que Susan y su madre
volverían la semana próxima. Se despidieron entre besos y abrazos.
Christie subió los escalones hacia su habitación y las otras dos
mujeres enfilaron la carretera de vuelta a casa.
Esa
noche Susan, no durmió. Dio mil vueltas a la cama, se levantó otras
tantas e incluso acabó el libro que estaba leyendo. Hizo de todo
menos dormir. No podía conciliar el sueño, el recuerdo de su tía
estaba clavado tras sus párpados y, cuando los cerraba, la veía
sentada en el jardín, sonriendo y apartándose rebeldes mechones de
pelo de los ojos. Así la veía, sí; pero también recordaba su
reacción cuando su madre no estaba. Ella solo preguntó el por qué
de su estancia allí. ¿Eso debía de alterar tanto a Christie? Puede
que sí, pero...
Bastantes
kilómetros más al norte, alguien chillaba en la habitación de un
psiquiátrico. Era Christie. Los calmantes no le hacían nada, el
pánico era más fuerte. Gritaba en sueños, una pesadilla demasiado
real, demasiado conocida ya y demasiado profunda como para despertar
de ella.
Cuando
la luz del amanecer venció la oscuridad de la noche, Susan no había
dormido nada y Christie, a pesar de haber dormido, no había
descansado, se había pasado la noche huyendo de algo de lo que ya no
podía escapar.
Pasaron
los días con sus respectivas noches, el sol pasó a luna siete
veces. Pasó una semana. El sábado Susan se vistió, cepilló su
pelo, desayunó rápido y nerviosa. Apremió a su madre y pronto
estuvieron dentro del coche, camino al sanitario donde estaba su tía.
El camino se le hizo eterno. No encontraba la postura, estaba
incómoda y quería estirar las piernas. Necesitaba llegar ya.
Dos
horas más tarde, bajó del coche y encaró el viejo edificio en el
que Christie vivía.
Otra
vez la misma sensación de inquietud y de soledad al entrar, otra vez
la bruja disfrazada de enfermera que vigilaba la entrada, otra vez
aquel interminable pasillo. De nuevo los alaridos de los enfermos
abriéndose paso en su pecho. De nuevo la luz blanca acompañando a
las puertas incoloras, a las paredes recubiertas de cal y al pasillo
pulcro y frío.
Por
fin la habitación número 32. Esa era la de Christie. Al entrar, las
flores del jarrón habían sido sustituidas por otras cuyos colores
eran más vivos. Excepto ese detalle, todo estaba exactamente igual.
El ritmo cardíaco de Susan volvió a la normalidad al entrar en el
dormitorio. Su tía estaba sentada junto a la ventana, esta vez
leyendo un periódico. Ese era el único sonido que se escuchaba: el
crujir del papel al pasar la hoja. Cuando las vio entrar, se levantó
sin ninguna prisa y fue a abrazar a su hermana y a su sobrina que la
esperaban sonrientes. Comenzaron hablando del tiempo: el calor del
verano comenzaba a hacerse notar. Tomaron pastel de frambuesas. Esta
vez la madre de Susan sí que lo había hecho. Acompañaron el pastel
con una taza de té de frutos rojos realmente delicioso aunque
demasiado dulce para Susan.
Más
tarde, decidieron ir al jardín donde la temperatura era estupenda
para charlar. Allí, al igual que la semana anterior, pasaron un par
de horas, hasta que la madre de Susan tuvo que ir a rellenar el
formulario en el que se especificaba quién y por qué había
visitado a uno de los pacientes del centro. Era una mera formalidad.
No
obstante, justo veinte segundos después de que la madre de Susan se
fuera, Christie agarró fuertemente la muñeca de la chica a quien
cogió por sorpresa. Su expresión cambió varias veces mientras
miraba en silencio a Susan. Llegó un punto en que aquel silencio era
demasiado denso e incómodo. Cuando Susan fue a quejarse, Christie la
interrumpió con una frase que derrumbó el mundo de Susan:
-
Sussy, ¿no ves el parecido? Yo soy tu verdadera madre. Mi hermana es
tu tía, no yo. Por eso decidió traerte así de repente a verme. No
era una casualidad. Ambas queríamos que supieras quién es tu
verdadera madre.
Susan
se quedó completamente muda, todo le daba vueltas y creía que el
suelo se abriría bajo sus pies de un momento a otro. No podía ser
verdad. ¿Era ella la hija de una loca?. No, no, no y no. Su madre
era aquella graciosa mujer que se dirigía hacia ella rápidamente.
Sintió sus mejillas humedecerse. Quería chillar, pero ese llanto
ahogó el grito convirtiéndolo en un extraño quejido.
Solo
acertó a decir:
-
¿Mamá?
La
mujer que hasta ahora había sido su madre bajó los ojos y comenzó
a hablar mientras Christie, la verdadera madre de Susan, le tomaba la
húmeda y temblorosa mano a su hija.
-
Susan, cariño... tengo que confesarte algo. - comenzó lentamente -
Yo no soy tu madre como acabas de averiguar. Tu madre es Christie.
Justo siete meses después de que la internáramos aquí tuvo a un
precioso bebé, tú. En ese entonces ella no podía cuidarte así que
me quedé a cargo de ti. Puede que no seas mi hija, pero te quiero
como tal. Aun así, tenías que saberlo. Siento habértelo ocultado
durante tantos años, necesitaba estar segura de que estabas
preparada para semejante noticia.
Susan,
dolida, adoptó un tono mordaz e irónico
-¿Semejante
noticia?, ¿Preparada?. No, “mamá”. -hizo especial énfasis en
la palabra “mamá”- No estaba preparada para que destruyeras toda
mi vida. Resulta que no eres mi madre, sino mi tía. Y encima, no
puedo vivir con mi verdadera madre porque está como un cencerro.
¿Qué es lo siguiente? ¿Mi verdadero padre es un mafioso ruso con
tres brazos?
-Tu
padre está muerto.- dijo Christie en un tono que hizo temblar a
Susan. Fue una frase tan corta y a la vez dicha con un tono tan
cortante y seco que aplacó la ira de la joven... durante diez
segundos
-Ah,
sí, es verdad, mi madr... mi tía – siguió Susan- me dijo que
crees que unos ángeles de piedra mataron a tu novio. Já, no me
hagas reír. ¿Cómo lo hicieron?¿poniéndose muy cerca de él para
que así las palomas también se cagaran encima suya? Estás loca y,
otra cosa, tú no eres mi madre.
Susan
le quitó las llaves del coche a su madre (sí, era en verdad su tía;
pero para ella siempre sería su madre) y se encerró en el coche
durante un buen rato, con las lágrimas ardiéndole en los ojos y una
frustración en la boca del estómago que no podía sofocar. Rompió
a llorar y no paró hasta meterse en su cama.
Justo
antes de que ambas se fueran del sanatorio y, mientras Susan
sollozaba encerrada en el coche, Christie le dijo a su hermana que le
dijera a la chica que ella de verdad la quería, que por favor
volviera la semana que viene y que le contaría toda la verdad.
Susan
pasó la semana en su cuarto. Estaba de vacaciones así que ni
siquiera tenía que ir al instituto. Pasó varios días intentando
evitar a su madre, hasta que acabó cediendo. Puede que no fuera su
madre biológica, pero sí que era su madre. Tardaron un poco en
recobrar la normalidad, pero, una tarde, viendo películas antiguas
(a las cuales nunca hacían caso porque se ponían a hablar de esto y
de lo otro) y comiendo galletas caseras, lo arregló todo. Volvían a
ser las mismas de antes.
Cuando
llegó el día de visitas del psiquiátrico, Susan cogió el autobús
y fue sola a ver a su tía Christie. A pesar de que no tuviera
demasiadas ganas de verla, sí que necesitaba respuestas.
Esta
vez tardó tres horas en llegar (ese autobús era increíblemente
lento). Entró en el psiquiátrico, con la misma y feísima
enfermera-bruja, con el mismo solitario pasillo, con las mismas
puertas, misma sensación de opresión en el pecho. Todo aquello
empezaba a resultarle familiar excepto las voces. Jamás se
acostumbraría a los gritos de los enfermos mentales, a los arañazos
en las puertas ni a las pupilas nubladas por el efecto de los
calmantes.
El
cuarto número 32, abrió la puerta. La habitación seguía siendo la
misma: cálida, acogedora, bien decorada y con olor a flores frescas.
La que no era la misma era Christie. Esta vez no estaba sentada junto
a la ventana, ni leyendo un libro o un periódico. Esta vez estaba de
pie, con las manos crispadas apretando sus brazos, dando cortos
paseos. Cuando Susan abrió la puerta, Chrsitie clavó sus pupilas en
la chica y, antes de que esta pudiera decir nada, la mujer se
abalanzó sobre ella, con lágrimas en los ojos y una leve sonrisa en
su boca. Le dio un largo y fuerte abrazo.
Susan,
al verla así, aceptó su abrazo y se lo devolvió. Ambas se
sonrieron tímidamente. Comenzaron tomando un té y unas galletas,
hablando de la infancia de Susan, mirando fotos antiguas, tanto de la
época en la que Christie era solo una chiquilla de cabellos dorados
y unos ojitos encantadores hasta el momento en el que conoció a
Matt, su novio y padre de Susan.
Matt
era bombero. Alto y rubio también, de ojos oscuros como la noche y
una sonrisa grande y simpática. Su nariz, larga y recta, estaba
llena de pecas (rasgo que heredó su hija). Matt era un hombre muy
inteligente, sincero y de gran corazón, siempre dispuesto a hacer
todo lo posible por los demás sin importarle las consecuencias. Sin
ni siquiera importarle su propio bienestar con tal de ayudar.
La
mañana pasó volando y llegó la tarde. Las dos mujeres bajaron a la
parte trasera el jardín, donde había un columpio atado a la rama de
un viejo roble. Susan se sentó en el columpio y comenzó a
balancearse lentamente. Eso siempre la relajaba, desde que era
pequeña, además necesitaba calmarse para lo que quería preguntarle
a Christie.
-Oye
Christie, necesito respuestas. ¿Qué te pasó para que te internaran
aquí? Si te soy sincera, no creo que estés loca. Creo que algo te
pasó y que es tan raro o incluso increíble que todos te tomaron por
loca.- dijo Susan con los ojos fijos en el cielo mientras se
balanceaba.
-Vaya,
vaya. Eres muy lista mi pequeña, Sussy, justo como tu padre
-mientras miraba a su hija su mirada se volvió un poco triste, como
si estuviera reviviendo el pasado, un pasado feliz-. ¿Quieres saber
la verdad? Te la diré con una condición. No me juzgues ni me tomes
por loca antes de oír el final de mi historia, ¿de acuerdo?
-Prometido-
aceptó Susan acomodándose en el columpio.
Entonces
Christie sonrió traviesa y tras una pausa dramática añadió:
-Sussy,
cielo, queda media hora para que acabe el horario de visitas. No
tengo tiempo, te lo tengo que contar la semana que viene. Te dejaré
en vilo- sonrió ampliamente y de forma sincera, estaba preciosa-
¿soy muy mala?
-Malísima.-
dijo Susan fingiendo enfado pero no pudo impedir que una sonrisilla
se colara entre sus labios.
Susan
pasó la semana pensando en mil historias que podrían ser lo
suficientemente fantásticas y misteriosas como para internar a una
persona en un psiquiátrico. Se le ocurrió desde que su tía comiera
algún tipo de seta alucinógena y pensara que la habían abducido
los extraterrestres hasta que era un hada de un mundo misterioso, que
se había perdido en la Tierra y los simples humanos no eran capaces
de aceptar la existencia de ese ser mágico y precioso.
Cada
una de sus teorías eran más disparatadas y divertidas. Sin embargo,
a veces se sorprendía a sí misma pensando en Christie como en su
madre y no quería. Susan había decidido que no apartaría a
Christie de su vida y sabía que ella la quería. No obstante, para
ella su madre era la que la había criado, querido y ayudado desde
niña, aunque en realidad fuera su tía. Pero, bueno, ¡eso es
cuestión de matices! ¿no?
Llegó
por fin el sábado, día de visitas en el sanatorio. ¿Era extraño
que una adolescente de dieciséis años estuviera más atenta del día
de visitas de un psiquiátrico que a los chicos o la moda? Pues sí,
pero ¿en serio le importaba? Pues no.
Le
dio un abrazo a su madre, quien le hizo llevarse esta vez un pastel
de manzanas para Christie.
Pasó
otras tres horas en ese maldito autobús.“¿Por qué tiene que ser
tan lento?”, pensaba Susan.
Corrió
desde la parada del autobús hasta la entrada del psiquiátrico y,
justo cuando iba a entrar, la voz suave y dulce de Christie la avisó
desde el columpio.
-Sussy,
cielo, estoy aquí. Ven- decía la mujer a la vez que saludaba con la
mano y daba pequeños saltos para llamar la atención de su hija.
Ambas
se sentaron en una de las muchas mesas de piedra que había en el
amplio jardín. Una enfermera, ésta un poco más agraciada que la de
la entrada, les trajo un par de tazas de café con leche y, mientras
devoraban la rica tarta de manzana, empezaron hablando de todo y de
nada a la vez. Retrasando así la charla que tenían pendiente. Susan
estaba ansiosa por saber la verdad. Quién sabe, puede que su madre
fuera la princesa de alguna época pasada que había viajado en el
tiempo. Sin embargo, sabía que Christie prefería seguir hablando un
rato más así, al menos hasta que se acabaran el trozo de tarta.
Cuando
Christie se bebió la última gota de su café miró a su hija. ¡Qué
guapa era! Pero sabía que si seguía haciéndola esperar, esa vena
del cuello le iba a reventar de impaciencia, así que, ahogando la
risa que le producía ese pensamiento, la miró a los ojos y le
dijo:
-¿Quieres
que te cuente mi historia, Sussy?
-Sí,
por favor. Empezaba a creer que nunca lo harías y estaba de los
nervios. Diez minutos más y la vena del cuello me habría reventado-
estalló Susan
Christie
se echó a reír. Le gustaba que su hija tuviera las mismas
ocurrencias y tonterías que ella.
-Muy
bien, muy bien. Nadie quiere que te estalle nada. Voy a comenzar mi
historia. Por favor, lo único que te pido es que no hagas ningún
comentario ni me juzgues hasta que haya acabado, ¿de acuerdo?
-De
acuerdo mamá.
Ambas
se sorprendieron. Susan no estaba pensando cuando dijo mamá, pero no
le disgustó decirlo. Como Christie vio la confusión en los ojos de
su niña, hizo como si no hubiera oído nada, aunque en su interior
se sentía la mujer más feliz sobre la faz de la tierra.
-Bueno,
entonces comenzaré.
Lo
peor de todo era esa sensación de angustia, de claustrofobia. No
sabía qué hacer ni tenía fuerzas para pensar. Mi mente solo
obedecía al impulso de correr, huir, sobrevivir a aquello que
reptaba entre las sombras. Estoy segura de que ese “bulto” en la
oscuridad saboreaba el terror que desprendía mi mirada y mis
movimientos espasmódicos, disfrutaba al ver mis inútiles intentos
de huir. Sus movimientos en la más absoluta oscuridad eran
completamente impredecibles. Cuando estaba segura de que no me
seguía, en ese momento, volvía a sentir sus pupilas en mis hombros,
presionándolos y retándome a continuar mi desesperada carrera y
cuando ya no me quedaban fuerzas para seguir, aquel ser también se
detenía; se arrastraba y se enrollaba entre mis piernas, subía por
mis caderas y mis hombros hasta encontrar mi rostro. Luego, me miraba
a los ojos fijamente, aquellos ojos cuyo color ni siquiera sabría
describir pues mostraban todo aquello que más temo y entonces, el
hedor de su congelado aliento me envolvía. Muy lentamente, para
asegurarse de que cada una de sus palabras me calaran hasta los
huesos como dagas, me susurraba: “Fin del juego, no apartes los
ojos, ni siquiera parpadees ya que si cierras los ojos solo por un
segundo, te aseguro que no volverás a abrirlos”. Aguantaba todo lo
que podía, hasta que mis ojos se rendían al dolor y al pánico,
justo antes de cerrar mis párpados por última vez, esa criatura
sonreía triunfante...
-Chris,
Chris, despierta mi amor, estás gritando en sueños- me susurraba
Matt al oído- y además, en un intento de escapar me has dado un
golpe de karate que me ha sacado de la cama.
-Hola
cariño, lo siento. ¿Estás bien?
-Bah,
un golpe me hará parecer más duro -sonreía, me volvía loca esa
sonrisa- ¿Otra vez la misma pesadilla?
-Sí,
desde que me mudé aquí tengo la misma pesadilla cada noche, aunque
hay veces en las que el miedo y le sensación de que es todo verdad
es especialmente intensa.
-Bueno,
ya estás despierta y tenemos que levantarnos. ¿Te apetece un paseo
junto al mar?
-Sabes
que sí- me besó y nos levantamos de la cama.
Todos
los días junto a Matt eran perfectos, cuando tenía miedo por la
noche, me susurraba al oído y acariciaba mi pelo hasta que me
calmaba. Él era todo cuanto necesitaba. ¿Cómo iba a sospechar que
en solo un mes todo iba a cambiar?
Matt
y yo vivíamos en AngelStone, un pueblecito cerca de la costa
canadiense. Yo era profesora de español en el único instituto de
esa localidad y él pertenecía al cuerpo de bomberos.
El
día en el que mi vida, nuestras vidas, cambiaron, era un sábado,
como hoy. Comenzamos paseando junto al mar, jugamos entre las olas,
reímos, saltamos, cantamos, bailamos, nos abrazamos, nos besamos...
Aquel
lugar era mi propio paraíso. Esa mañana nos subimos a un bote para
dar un paseo por el puerto. Allí, entre el olor a sal, el cielo de
septiembre, la arena y las gaviotas, Matt me pidió matrimonio.
Acepté sin dudarlo, casi nos caímos del bote al abrazarnos.
Al
volver a casa, pasamos, como solíamos hacer, junto a la iglesia que
había a las afueras, un antiguo monasterio abandonado donde los
niños del pueblo jugaban a averiguar quién era el más valiente
pasando una noche allí.
Verás,
ese sitio era terrorífico por las noches ya que en la parte trasera
había un cementerio donde descansaban los restos de los monjes que
allí vivían siglos antes. Sin embargo, a la luz del día ese sitio
no estaba tan mal, sobre cada tumba había una preciosa estatua de un
ángel de piedra. Eran tan reales; sus rostros, sus expresiones, sus
cuerpos... todo. Parecían ángeles de verdad. Yo adoraba caminar por
allí admirando su siniestra belleza.
Cuando
pasé por allí junto a Matt, iba tan feliz que ni siquiera me di
cuenta. Una estatua no estaba exactamente igual que ayer, ni que hace
dos días, ni tampoco igual que el día que me mudé allí. Había
una estatua, solo una, que pestañeaba. Sé como suena. Sé que es
una tontería decirlo, pero ahora lo sé. Ese ángel sí se movía.
No sé cómo, pero lo hacía.
Esa
tarde, se encontraron a dos niños muertos alrededor de ese
cementerio. Se creó una gran conmoción. Nadie podía creer lo que
veía... La causa de la muerte fue puro terror, esos niños murieron
de miedo. Fue un paro cardíaco provocado por la visión de algo
increíblemente aterrador.
Cayó
la noche, otra vez la misma pesadilla. Corría y corría, no podía
escapar. Aquello que me seguía disfrutaba. Era el cazador acechando
a su presa y no iba a dejarla escapar. Me sentía acosada, me costaba
respirar o pensar con nitidez. Una vez más mi corazón estalló de
pánico y cansancio; en mi cabeza su voz resonó, atronadora,
aterradora: “Fin del juego. No apartes los ojos, ni siquiera
parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro
que no volverás a abrirlos”.
Desperté
empapada en sudor, con la mano de Matt sobre mi hombro, la
preocupación se reflejaba en su rostro, pero no era por mí. Él iba
vestido. Algo había pasado en el pueblo. ¿No me digas que...?
Mis
presentimientos eran correctos: otras cuatro personas muertas. Sus
corazones dejaron de latir, sus mandíbulas se desencajaron en un
grito de terror que no pudieron articular. No sabía qué ocurría.
Nadie lo sabía. Si era un asesino, escogía al azar. Sin embargo,
algo dentro de mí me decía que éstos no eran homicidios normales.
Se
suspendieron las clases. La policía vigilaba las calles a todas
horas. Nadie salía de sus casas. Todos tenían miedo... y aun así
seguían apareciendo cadáveres cada día. Todos en las mismas
condiciones. Sus cuerpos formando escorzos y sus rostros eran la
personificación del horror. Pálidos hasta casi ser translúcidos y
los ojos desorbitados con las pupilas nubladas y el iris borrado, con
la boca abierta y las manos cubriéndose la cara en un estúpido
intento de protección de algo de lo que nadie puede escapar; de sus
peores pesadillas. Del miedo.
A
la par que más cuerpos inertes aparecían entre los callejones del
pueblo, más intensas eran mis pesadillas. Me despertaba sufriendo
ataques de ansiedad y con el vívido recuerdo de aquellas pupilas
mirándome y la única forma de salvar mi vida es no parpadear, mirar
a ese ser a los ojos y jamás apartar la vista. Desviar mi mirada
sería sucumbir a aquella sensación, sería dejarle ganar y otra
cosa no, pero soy muy testaruda y competitiva. Yo odio perder.
Ya
habían pasado dos semanas y el número de víctimas seguía en
aumento. Esa noche, la voz me lo volvió a repetir en mis sueños,
mientras me aprisionaba y acercaba su cara amorfa a la mía: “Fin
del juego. No apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si
cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a
abrirlos”.
Solo
que esa vez, no cerré los ojos. Un destello de confusión brilló en
las pupilas de aquello que me seguía. Lo que vi me hizo parpadear
para asegurarme de que era verdad. Craso error. Cerré los ojos.
Adiós Christie.
Me
desperté con sangre en las manos, había apretado demasiado mis
palmas con las uñas provocándome heridas. Sin embargo, y por muy
extraño que pareciera, sabía hacia dónde ir. Sabía que era
peligroso salir y que podría no ser nada, pero ¿y si lo fuera...?
Estaba
a punto de salir de casa. Matt no estaba ya que se había ofrecido
como voluntario para ayudar a la policía. Por más ayuda que
pedíamos y mientras más respuestas afirmativas recibíamos, menos
ayuda llegaba. Era como si la ayuda se evaporara o desapareciera a
medio camino. Era como si la ayuda muriera antes de llegar. Además,
nadie huía del pueblo. Es realmente extraño pero ninguno de
nosotros dejamos el pueblo. No sé por qué pero esa idea simplemente
la desechábamos si se nos ocurría. Justo cuando iba a girar el pomo
de la puerta, una náusea subió por mi garganta y vomité todo el
desayuno en el paragüero. Me sentía muy mareada, tuve que sentarme
unos cinco segundos hasta salir disparada al servicio para vomitar.
Cuando salí de allí, estaba blanca y mareada. Pensé que sería una
simple indigestión. Cuando se me pasó un poco, salí.
Nunca
había visto las calles tan desiertas. Las puertas y las ventanas
estaban cerradas a cal y canto. No se oía ni un solo llanto de bebé
o la risa de un niño. “Este silencio es insoportable”, pensé.
Me
dirigí hacia el antiguo monasterio donde se encontraron a los
primeros niños muertos. Más exactamente, me dirigí hacia el
cementerio. Hay trece tumbas. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11,
12...
Solo
hay doce ángeles. Estoy segura de que había un ángel para cada
tumba. Falta un ángel de piedra.
Me
subí a una tumba y acaricié la cara de uno de los ángeles. No
podía ser. No podía ser ese el rostro de aquello que me perseguía
en sueños. Pero, por otro lado, estoy segura de que era igual a ese
ser que me retaba a sostenerle la mirada. Parece ser que esta noche
tendría otra vez mi habitual cita. La diferencia era que esta vez
era yo quien iba a retarle.
Otro
pequeño mareo me provocó arcadas. Me giré y...
¡¡¡AAAAHHHHH!!!
-¿Qué
haces aquí, Chris? Sabes que es peligroso salir. Además ¿qué te
pasa?. Tienes mala cara.
Era
Matt. Se le veía cansado y muy preocupado. Tras decir eso, me
temblaron las piernas y otra arcada dobló mi cuerpo. A pesar de que
le aseguré que era una indigestión, él me obligó a ir al
hospital. Allí me dijeron tres palabras que cambiaron mi vida para
siempre:
-¿Está
usted embarazada?
Efectivamente.
Estaba embarazada de ti. En un lugar en el que reinaba el dolor, la
muerte y el pánico, tú fuiste mi salvación, mi querida Sussy. Tú
me diste fuerzas para salir de allí.
Esa
noche, tardé en dormir. Mis pensamientos se centraban en el bebé
que iba a tener. Cuando me dormí, otra vez me encontré huyendo en
la oscuridad. Tropecé, me hice mucho daño en el tobillo y, antes de
que pudiera erguirme, ese “bulto” ya estaba sobre mí, como
siempre dijo:“Fin del juego. No apartes los ojos, ni siquiera
parpadees ya que si cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro
que no volverás a abrirlos”. Solo que esa vez, contesté: “trece,
había trece ángeles de piedra; ahora solo doce, eres tú el que
falta, ¿verdad?”. La criatura sonrió, dejándome ver su pétrea
figura. Me contestó: “Chica lista, pero ¿te servirá eso para
salvarte a ti?”... Recorrió mi cuerpo hasta arañar mi vientre …
“¿O a tu hija?”.
Desperté
en posición fetal, agarrando, más bien protegiendo a mi bebé, a
ti. Corrí a vomitar. Odiaba las náuseas matutinas.
Al
salir a la calle, me encontré con varias personas llorando
desconsoladas. Todas gritaban, suplicaban esa ayuda que parecía no
llegar. En solo dos semanas había habido veintitrés víctimas.
Todos en las mismas condiciones. El problema era que nadie creería
lo que había descubierto. Ni yo misma estaba segura. Pensándolo
bien, era ridículo rayando en la locura. ¿A los ángeles de piedra
del viejo monasterio les daba por estirar las piernas y asustar a la
gente hasta el punto de matarla?
Puede
que fuera extraño, pero sentía que debía proteger a mi hija.
Busqué a Matt por todo el pueblo sin éxito. La verdad es que el
buen juicio nunca ha sido una de mis mejores cualidades, así que sin
pensarlo dos veces corrí hacia ese monasterio.
Esperé
a Matt, pero él no llegaba. No podía esperar más y, al atardecer,
irrumpí en el cementerio.
Al
llegar, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10... Vale, eso era un problema.
Ahora faltaban tres ángeles. Parpadeé, solo una vez. Todas las
estatuas me miraban. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral
erizándome el vello de la nuca. Todas las estatuas se habían
girado. En la fracción de segundo que duró mi pestañeo, todas
giraron sus cabezas. Mantuve los ojos abiertos y corrí a colocarme
en una posición en la que ningún ángel me mirara. Parpadeé. Otra
vez todas las estatuas me observaban. Mis piernas no me sostenían,
no podía ser verdad. “Son estatuas, por dios Chris, te estas
volviendo majareta”. Las lágrimas afloraron a mis ojos y los cubrí
con mi mano para enjugarme las lágrimas. Cuando aparte mi mano,
todos los ángeles seguían mirándome...
Uno
de ellos estaba arrodillado justo a mi lado, con los brazos
extendidos listo para atraparme. Su rostro mostraba esa sonrisa tan
conocida para mí. Es normal, soñaba con esa cara, con ese gesto,
cada noche. Me alejé temblando, arrastrándome por el suelo. Las
lágrimas rodaban por mis mejillas sin control. Aun así, sabía que,
si apartaba la mirada, se acercarían a mí, puede que demasiado.
Sin
darme cuenta, mi espalda se chocó contra un ángel. Le había dado
la espalda a uno. Vi mi fin claro. La estatua me tenía agarrada del
pelo y me estaba mirando fijamente. Comencé a implorar por mi vida.
Dios mío, mi hija debía vivir. Un llanto desconsolado reventó en
mi pecho. Cerré los ojos. Al abrirlos, la cara del ángel estaba a
medio milímetro de la mía. Un solo parpadeo más y sería mi fin.
Recé todo lo que sabía, y eso que soy atea. Nada daba resultado. Un
último y desesperado grito se abrió paso desde mis entrañas y
entonces... cerré los ojos. “Adiós mi bebé, lo siento.” Eso
pensé.
-¡¿Chris,
cariño que te pasa?!
Era
Matt, su aparición me había salvado. Los 9 ángeles habían vuelto
a sus pedestales. Un momento, ¿9?, a mí me habían atacado diez
ángeles. Me giré hacia tu padre... 10, el décimo ángel estaba
tras él, con las manos rodeando su cuello y él no era consciente de
nada. Intenté no cerrar los ojos, de verdad, lo intenté. También
quise gritarle; decir: “Matt date la vuelta y mira a los ojos de
esa estatua... por favor huye. Te quiero”. El miedo me enmudeció.
Me lloraban los ojos. Todo pasó demasiado rápido. Ni Matt ni yo
tuvimos tiempo de nada. Cerré los ojos firmando su sentencia de
muerte. Me sentí como su verdugo durante años. Ni siquiera tuve
tiempo de llorar su muerte. Cuando abrí los ojos el hombre al que
amaba, tu padre, ya estaba muerto y yo tuve que huir para salvarte.
Tuve que hacerlo, aún así todavía hoy me siento culpable.
Al
llegar al pueblo me encontré cadáveres en todas las calles. Los
ángeles que faltaban estaban todos allí, mirándome. Retrocedí sin
apartar la vista de ellos. Choqué con algo. Me giré, consciente de
que los ángeles se acercarían más a mí, pero tenía un
presentimiento. En efecto. Bastaron solo unos instantes para
encontrarme rodeada de doce estatuas. Seguía faltando una.
“Fin
del juego. No apartes los ojos, ni siquiera parpadees ya que si
cierras los ojos solo por un segundo, te aseguro que no volverás a
abrirlos”. Ahí estaba el décimo tercer ángel. Me giré. Por raro
que parezca, ningún ángel se movió. Sabían que era la presa de
ese cazador que se aparecía en mis pesadillas.
Nos
miramos. Estoy segura de que no duró más de dos segundos. Para mí
fue una eternidad.
-Te
juro que si me tocas a mí o a mi hija acabaré contigo como sea-
afirmé con un tono amenazante y seguro. O al menos eso fue lo que
pretendía aunque mi voz se quebró al final.
-Qué
gran madre- dijo aquella estatua con tono irónico. Para mi asombro
podía moverse aunque la estaba mirando. Podría deberse a que ya era
el dueño de mis pesadillas y, muy a mi pesar, éramos viejos
conocidos-. ¿Sabes, mi querida Christie? No me hace falta matarte
para herirte, ni tampoco matar a tu hija.
Sonrió.
Maldije aquella sonrisa. Pero en ese momento no estaba segura de a
qué se refería cuando me dijo eso.
-Pero
¿por qué yo?
-Tú
has sido la única capaz de entretenerme.- ese ser empezó a
acariciar mi cabello con su pétrea mano. Ahora lo entendía, yo era
la muñeca de esa especie de ángel, mejor dicho, de ese demonio-. Yo
solo quería seguir jugando contigo, pero ese estúpido bombero tuvo
que entrometerse robándome lo que es mío. No lo podía permitir. De
hecho, me sentía tan herido por tu culpa que tuve que matar a todo
el pueblo.
Enfermizo.
Ésa era la palabra para definir aquello. ¿Iba a matarme? Prefería
eso a seguir siendo su juguete. Rompí a llorar, mi fortaleza había
llegado al extremo. Lo admito, me rendí. Sin embargo algo me
devolvió las fuerzas. Aquel ángel se arrodilló y comenzó a
abrazar mi vientre diciendo que ambas seríamos sus muñecas, que
estaríamos con él toda la eternidad... en forma de estatuas.
No
se cómo pero supongo que la adrenalina hizo que me zafara de sus
brazos. Huí. Sentía mi pesadilla. Esto era real. Todo esto lo había
soñado. Sabía que iba a morir pero al menos no se lo pondría
fácil. De repente, me dí cuenta. Los asesinatos ocurrieron todos de
noche. ¿Podría ser que...?
Corrí
durante toda la noche. Aquella maldita estatua me seguía, se
divertía. Era lo más terrorífico que jamás había vivido. Sumida
en mis pensamientos llegué a un callejón sin salida. Estaba en
frente de mí. Parpadeé. Dio un paso. Me sequé las lágrimas. Otro
paso. Abracé a mi niña. Otro paso; sonreía. Me desmoroné. Caí al
suelo. Sentí sus manos a tres centímetros de mí. “¿Alguien
podría ayudarme?” “Al menos salven a mi bebé” pensaba. Sentí
su mano arañando mis labios. Silencio.
Susan
temblaba y apretaba la mano de su madre. Christie tenía las manos
crispadas y su mirada se había perdido.
-¿Christie,
que pasó?; ¿cómo te salvaste?- preguntó.
Ella
la miró, la abrazó y en un susurro le dijo:
-Me
salvó la luz del sol. Los primeros rayos de alba inmovilizaron al
ángel. Acabó la peor noche de mi vida, aunque en una cosa tenía
razón. No me mató, ni me hirió siquiera. No le hizo falta para
destrozarme la vida. Cuando conté la tragedia de AngelStone, nadie
me creyó. El gobierno encubrió aquel desastre porque no había una
explicación lógica. Me tomaron por loca y me obligaron a entrar
aquí y a separarme de aquello que más quería: de ti.
Susan
la abrazó largo rato. Cuando se separaron ya había acabado el
horario de visitas del psiquiátrico. Christie vio cómo su hija se
alejaba. Entonces Susan se volvió y dijo:
-Te
creo. Volveré la semana que viene y la siguiente y todas las demás.
Te quiero...mamá- se despidió con la mano y se fue haciéndose
pequeña en la distancia.
Por
primera vez en muchísimos años, Christie durmió y no soñó, no
tuvo ninguna pesadilla ni tampoco ningún otro tipo de sueño.
Simplemente descansó.
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