Ni
siquiera la arena del tiempo recuerda cuándo comenzó todo.
Ni
siquiera los más vetustos árboles, o los susurros del viento
A
mis oídos han llegado ecos de otro tiempo, de tierras lejanas,
murmullos
a media voz, cuentos a medianoche alumbrados por velas con olor a
canela.
Intentaré
contarte la historia más antigua que existe, la del equilibrio de
los elementos.
Una
historia de amor perdido y encontrado en el lugar más inesperado.
La
leyenda nace en un pueblo a orillas del mar.
Un
lugar besado por la voz de las sirenas,
que
se peinan sus largas cabelleras entre la espuma de las olas,
que
cantan y enamoran,
que
cantan y hacen olvidar.
Un
lugar rodeado de arrozales y un plácido sol primaveral que nunca
muere.
Un
lugar pacífico, hermoso en su más simple esencia.
Hasta
que se desató la Tormenta.
La
primera Tormenta de todos los tiempos, que lanzaba truenos como un
dios furioso y sediento de muerte y cenizas, de astillas, de dolor y
lágrimas de carbón.
La
primera Tormenta levantó huracanes y asesinó sirenas y hombres.
Ahogó
barcos y arrancó bosques, siendo sus lágrimas dagas de agua helada
que laceraban la carne y rasuraban el alma.
La
primera Tormenta envenenó el mar y lo obligó a elevarse al cielo, a
vomitar olas como gigantes sobre todo aquel que osara alzar la mirada
e implorar piedad.
La
primera Tormenta sonrió con una luz que momentáneamente lo iluminó
todo, todo en su odioso esplendor.
Entonces
llegó Ella.
Ella,
sola y valiente.
Ella,
sin más arma que la granada anclada en su pecho, mal llamada hoy en
día corazón.
Ella,
subida al acantilado más alto, se enfrentó a la Tormenta, que rio
ante la osadía humana, ante su fragilidad y mortalidad.
Mas
Ella había hablado en sueños con el mar, habían hablado desde su
más tierna infancia sabiendo que el día llegaría, sabiendo que por
separado nada podría hacerse frente a la caída del cielo sobre la
tierra.
Entonces,
Ella, sola y valiente, sin más escudo que su piel de porcelana, se
lanzó a la boca abismal del océano y su voz se tornó murmullo
marino; y su carne, espuma rabiosa y enfurecida; y su alma fue la
fuerza misma del mar que desencadenó una batalla de titanes que duró
tres días con sus tres noches.
Tras
el feroz enfrentamiento, sólo el Mar quedó en pie.
Sólo
Ella ganó, sacrificando su vida bajo la sal marina, bajo perlas de
sirenas muertas y algas que en silencio le susurraban cuentos
infantiles.
Ella
y el Mar cayeron en el olvido.
El
mundo siguió girando y el equilibrio se restauró.
Hasta
hoy.
Aquí
es donde todo cobra sentido, donde la historia más antigua de la
Historia se mezcla con la mía.
Nací
en un pequeño pueblo a orillas del mar.
Crecí
oyendo historias de las maravillas de las profundidades, de un océano
que puede ser caprichoso, que puede ser rey y verdugo, ángel o
gárgola infernal.
Mi
vida transcurría entre el sol del amanecer y el reflejo de la luna
en el inmenso mar cuyo horizonte nadie era capaz de precisar.
Y
yo ansiaba, deseaba como sólo un niño pequeño desea, unirme al
agua, ser uno solo, que las corrientes fluyeran por mis venas y que
mis ojos fuesen barcos hundidos en los que reinan fantasmas de otro
tiempo;
y
que mis manos fuesen de coral;
y
mis labios, escamas de sirena.
Y
yo amaba más que a nada y que a nadie los cuentos que el océano me
contaba.
Jamás
dije en voz alta que hablaba con el Mar, ¿quién iba a creerme?,
además, ¿quería yo compartir el privilegio de ser la elegida por
algo más grande que yo, más grande que el universo?
No,
ese siempre sería mi secreto.
Siempre
sería mi más preciado secreto.
Los
años pasaban y la voz acuosa instalada entre mi cerebro y mi pecho
cada día resonaba con más fuerza.
Ya
no quería oír nada más aparte de esa voz, ¿qué podría nadie
aportarme que aquel mágico trovador no pudiese?
¿Quién
sería capaz de robarme un solo segundo junto al océano?
Porque
yo lo amaba con mi tierno corazón infantil, lo amaba con la
familiaridad con la que uno besa a una madre, o lee su libro
favorito, siempre sintiendo la emoción de llegar a la mejor parte.
Hablar
con el Mar era aquello por lo que inspiraba cada voluta de oxígeno y
nada más existía.
Nada
más importaba.
Nada.
O
eso creía.
Entonces,
cuando ya era una mujer, cuando las muñecas fueron sustituidas por
barras de labios, cuando los juegos en la orilla fueron sustituidos
por miradas furtivas de madrugada.
Entonces
llegó él.
Llegó
al pueblo una mañana con los primeros rayos del sol, en silencio,
arropado por el olor a salitre y el vaivén del oleaje.
Llegó
sin avisar y sin avisar se instaló en esta estúpida granada de mano
que tengo por corazón.
Ya
no me importaba el Mar, mi primer y más puro amor, ahora solo quería
oír su piel rozando la mía, o su voz grave como un terremoto
leyendo poesía junto a mis labios.
Mi
amado trovador de agua por primera vez en mi vida enmudecía dejando
paso a un silencio arrollador, que de noche me asustaba si no estaba
él a mi lado.
Cuando
me acercaba al agua me clavaba conchas rotas y la sal me mordía los
tobillos.
Las
olas crecían al verme pasar, para tragarse mi alma y clavar una
estaca de pánico en mi garganta.
Yo
era aquella que traicionó el amor inmortal de las aguas por el mero
amor mortal del hombre que iluminó cada noche de luna nueva, que
hizo de cada acantilado un prado de rosas y violetas.
Una
parte de mí, la niña que un día soñaba con ser sirena, aún
quería bailar y sentir la espuma jugar entre sus dedos.
La
mujer en la que me había convertido, enamorada pero traidora, no
aguantaba más.
Y
con la cobardía alrededor de mi cuello huí de aquel sitio de la
mano del hombre que me amaría hasta su último aliento.
Pasaron
varios años, y una mañana sentí un beso en mi vientre.
Sentí
una semilla germinar en mi vida.
Esa
eras tú, hija mía.
Cada
día te quería más y más y durante todas esas noches me protegiste
de las pesadillas de las que ni siquiera el amor imperecedero de tu
padre pudo defenderme.
Pesadillas
en las que me ahogaba en un Mar vengativo, en el que me dejaba ahogar
culpable y avergonzada.
Entonces,
una mañana fría de marzo naciste y contigo trajiste la primavera.
Trajiste
luz y pétalos de flores a mi cama siempre mojada y manchada de algas
podridas.
Pero
cuando saliste de mi cuerpo las pesadillas volvieron.
No
les hice caso. Le tenía a él y ambos te teníamos a ti.
Nuestro
lucero y mi salvación.
Mi
vida.
Mi
tercer gran amor.
¿Que
por qué escribo hoy ésto?
Mi
preciosa niña, hoy te escribo ésto para que sepas por qué he de
marcharme.
Esta
madrugada los rayos de sol no salieron, no podían.
Estaban
debilitados, torturados por un guerrero que debía estar muerto desde
los albores del tiempo.
Esta
madrugada el silencio es rey eterno y la vida se marchita segundo a
segundo, latido a latido.
La
Tormenta ha vuelto.
Como
en aquella antigua leyenda que el Mar me contó de niña, que yo te
relataba cada noche, la Tormenta ha despertado, con su cabellera de
rayos y truenos, con sus ojos de relámpago vengador y sus lágrimas
que no son gotas de lluvia sino afiladas guadañas.
Hoy,
mi pequeña, yo debo de ser Ella.
Yo,
sola y valiente, sin más arma que la granada anclada a mi pecho.
Yo,
sola y valiente, sin más escudo que mi piel de porcelana.
Y
le pido al Mar, que siempre supo que este día llegaría, que me
perdone por desoír sus consejos, pero que comprenda que no me
arrepiento pues debía bailar cada baile con él, debía besar cada
milímetro de su piel con olor a bosque.
Que
debía llevar en mis entrañas a la luz de mi vida, a mi tesoro más
preciado.
Que
debía alejarme de mi cuentacuentos de oleaje para amar a tu padre,
para amarte a ti.
Debía
ser mujer de carne y hueso antes de ser mujer de sal y perlas
marinas.
Que
Dios me perdone pero jamás saldrá de mis labios agrietados una
disculpa.
Que
sean mis actos los que hablen por mí y que esta carta dirigida a mi
hija, sea la única testigo de mi amor y cobardía, de mi amor y
valentía.
Porque
antes de que la canción que de fondo suena, ensordecida por la
batalla entre un cielo que ruge y amenaza con descolgarse de las
estrellas y tragárselo todo, antes de que la sonata termine, me
subiré al más alto acantilado.
Porque
hoy Ella soy yo.
Porque
hoy yo soy Ella.
Porque
hoy, mi niña, mi protectora frente a las pesadillas y la oscuridad,
me lanzaré a la boca abismal del océano y mi voz se tornará
murmullo marino; y mi carne, espuma rabiosa y enfurecida; y mi alma,
colmada por mis tres grandes amores, será la fuerza misma del mar,
que de una vez por todas acabará esta guerra de titanes.
Lo
que Ella inició, hoy seré yo quien lo termine porque, hija mía, mi
regalo para ti es un hermoso e inmenso océano en calma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario