Como
niños jugaron.
Tiraban piedras al lago para dibujar ondas en el agua.
Se perseguían en una carrera frenética.
Compartían risas y bromas y juguetes.
Porque ya, como niños, se enamoraron.
Las primaveras volaron dejando el aroma de sus flores en los labios de ella, la fuerza del viento en el cabello salvaje de él.
El reloj bailó con ellos en un incesante correr del tiempo.
Ya no son niños.
Como adolescentes se amaron.
Él sonreía al verla caminar.
Y ella, consciente, entornaba sus ojos color de miel.
Ella leía poesía de Bécquer, de Neruda, y abrazaba las páginas amarillentas porque era como abrazarlo a él.
Él escuchaba música y su melodía era ella; el lamento del saxofón eran sus lágrimas y la voz de la guitarra, su cálida risa.
Juntos, en primavera, se tomaron de las manos.
El verano, con su brisa estival, aleteó entre ellos y se besaron.
Con los primeros asomos del otoño, abrazados por el frescor de finales de septiembre, se sentaron bajo un árbol.
Como adolescentes se amaron,
y dejaron constancia de ello en el tronco de aquel anciano árbol, cuyas hojas danzaron alrededor de ellos, alegres de custodiar el amor puro de los jóvenes.
Pasaron los días, meses, años.
El invierno del alma amenaza con abalanzarse.
Es hora de hacer las maletas y partir.
Ella debe volar, extender sus alas y probar nuevos horizontes.
Las raíces de él son demasiado profundas, es incapaz de moverse.
Ella no puede quedarse.
Él no puede irse.
Corazón desgarrado y lloroso.
Como hombre y mujer su amor sufre.
Él grita.
Ella llora, y no reconoce en él al dulce joven que, tímido, la besó en el verano de hace tantos años.
-¿Acaso ya no me amas?- quiere saber él, desesperado y furibundo.
-Claro que sí, pero mi corazón no pertenece a este lugar. ¿Dices amarme? Entonces déjame marchar sin pena.
-¿Acaso crees que no sufriré? ¿O ya olvidaste mi nombre?
-Claro que no, pero no podrías amar a una mujer infeliz, ni yo tampoco podría amar a aquel que la hizo infeliz.
-¿Acaso piensas que puedes vivir sin mi? Me necesitas.
-No. Necesito vivir, y si no lo comprendes, nada más puedo hacer.
-Eres mía, mi muñeca de cristal, mi ángel de amor. Eres mía y solo mía.
-No, no lo soy. No pertenezco a tus manos, sino al viento, y al mar, y al sol mortecino de febrero. Pertenezco a la libertad.
-¿Libertad? ¿Acaso ella calentará tu cama? No seas ilusa. Tu lugar esta aquí. Tu vida está enlazada a la mía.
-No. No quieras atarme, ni oprimirme, ni secuestrar mi sonrisa. No.
-Si te marchas ahora, si me abandonas sin piedad, moriré. ¿Para qué quiero esta vida mísera sin ti?
-Si me quedo, me consumiré encerrada. Un pájaro sin alas. Un lobo en cautividad.
-No, no te lo permitiré. No te dejaré huir de mi lado.
-No puedes evitarlo.
Ella, enfrentando la luz de su nueva vida, le da la espalda al pasado y se muerde el labio para no llorar por lo que deja.
Él, confuso, triste, ebrio de ira y loco de amor viciado, toma el cuchillo que acabará con ambos.
Él alza el arma de dolor y golpea.
Carne desgarrada y sangre en el suelo.
Los ojos de ella se nublan y sus sueños de oro y perlas se borran en segundos.
Él, envuelto en terciopelo carmesí, tiembla y su voz se rompe.
El invierno del alma llegó.
Sacudió los cimientos de su mundo.
Arrancó la inocencia infantil.
Mató al amor.
El invierno del alma, como una bestia cruel, seca el árbol.
Los nombres grabados en su corteza se pudren.
Aquel testigo mudo de amor, ahora testigo destrozado de muerte.
El invierno del alma llegó y, como hombre y mujer, ellos callaron para siempre.
Tiraban piedras al lago para dibujar ondas en el agua.
Se perseguían en una carrera frenética.
Compartían risas y bromas y juguetes.
Porque ya, como niños, se enamoraron.
Las primaveras volaron dejando el aroma de sus flores en los labios de ella, la fuerza del viento en el cabello salvaje de él.
El reloj bailó con ellos en un incesante correr del tiempo.
Ya no son niños.
Como adolescentes se amaron.
Él sonreía al verla caminar.
Y ella, consciente, entornaba sus ojos color de miel.
Ella leía poesía de Bécquer, de Neruda, y abrazaba las páginas amarillentas porque era como abrazarlo a él.
Él escuchaba música y su melodía era ella; el lamento del saxofón eran sus lágrimas y la voz de la guitarra, su cálida risa.
Juntos, en primavera, se tomaron de las manos.
El verano, con su brisa estival, aleteó entre ellos y se besaron.
Con los primeros asomos del otoño, abrazados por el frescor de finales de septiembre, se sentaron bajo un árbol.
Como adolescentes se amaron,
y dejaron constancia de ello en el tronco de aquel anciano árbol, cuyas hojas danzaron alrededor de ellos, alegres de custodiar el amor puro de los jóvenes.
Pasaron los días, meses, años.
El invierno del alma amenaza con abalanzarse.
Es hora de hacer las maletas y partir.
Ella debe volar, extender sus alas y probar nuevos horizontes.
Las raíces de él son demasiado profundas, es incapaz de moverse.
Ella no puede quedarse.
Él no puede irse.
Corazón desgarrado y lloroso.
Como hombre y mujer su amor sufre.
Él grita.
Ella llora, y no reconoce en él al dulce joven que, tímido, la besó en el verano de hace tantos años.
-¿Acaso ya no me amas?- quiere saber él, desesperado y furibundo.
-Claro que sí, pero mi corazón no pertenece a este lugar. ¿Dices amarme? Entonces déjame marchar sin pena.
-¿Acaso crees que no sufriré? ¿O ya olvidaste mi nombre?
-Claro que no, pero no podrías amar a una mujer infeliz, ni yo tampoco podría amar a aquel que la hizo infeliz.
-¿Acaso piensas que puedes vivir sin mi? Me necesitas.
-No. Necesito vivir, y si no lo comprendes, nada más puedo hacer.
-Eres mía, mi muñeca de cristal, mi ángel de amor. Eres mía y solo mía.
-No, no lo soy. No pertenezco a tus manos, sino al viento, y al mar, y al sol mortecino de febrero. Pertenezco a la libertad.
-¿Libertad? ¿Acaso ella calentará tu cama? No seas ilusa. Tu lugar esta aquí. Tu vida está enlazada a la mía.
-No. No quieras atarme, ni oprimirme, ni secuestrar mi sonrisa. No.
-Si te marchas ahora, si me abandonas sin piedad, moriré. ¿Para qué quiero esta vida mísera sin ti?
-Si me quedo, me consumiré encerrada. Un pájaro sin alas. Un lobo en cautividad.
-No, no te lo permitiré. No te dejaré huir de mi lado.
-No puedes evitarlo.
Ella, enfrentando la luz de su nueva vida, le da la espalda al pasado y se muerde el labio para no llorar por lo que deja.
Él, confuso, triste, ebrio de ira y loco de amor viciado, toma el cuchillo que acabará con ambos.
Él alza el arma de dolor y golpea.
Carne desgarrada y sangre en el suelo.
Los ojos de ella se nublan y sus sueños de oro y perlas se borran en segundos.
Él, envuelto en terciopelo carmesí, tiembla y su voz se rompe.
El invierno del alma llegó.
Sacudió los cimientos de su mundo.
Arrancó la inocencia infantil.
Mató al amor.
El invierno del alma, como una bestia cruel, seca el árbol.
Los nombres grabados en su corteza se pudren.
Aquel testigo mudo de amor, ahora testigo destrozado de muerte.
El invierno del alma llegó y, como hombre y mujer, ellos callaron para siempre.
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