Nadie
creía que pudieran crecerle alas.
El cielo se rompía sobre su cabeza y arrastraba el peso del mundo.
Unas manos sin nombre, huesudas, le atenazaban el cuello.
Los ojos como dagas. Las palabras como fusiles.
Cada día luchaba con los ojos llorosos contra todo. Contra todos.
Ellos le decían que sus manos jamás construirían nada.
Ellos le gritaban que su voz jamás resonaría por encima de las demás.
Ellos le instaban a huir y esconderse.
Ellos le obligaban a construir una fortaleza y ser prisionero en ella.
Ellos. Ellos. Ellos. Siempre ellos.
Siempre con desdén.
El cielo se rompía sobre su cabeza y arrastraba el peso del mundo.
Unas manos sin nombre, huesudas, le atenazaban el cuello.
Los ojos como dagas. Las palabras como fusiles.
Cada día luchaba con los ojos llorosos contra todo. Contra todos.
Ellos le decían que sus manos jamás construirían nada.
Ellos le gritaban que su voz jamás resonaría por encima de las demás.
Ellos le instaban a huir y esconderse.
Ellos le obligaban a construir una fortaleza y ser prisionero en ella.
Ellos. Ellos. Ellos. Siempre ellos.
Siempre con desdén.
Siempre
atacando, avasallando, empujando, estrangulando.
Ellos.
Y él, solo en su castillo.
Ellos.
Y él, solo en su castillo.
Y
él, abandonado en sí mismo.
Y
él, perdido en la niebla de su soledad.
Y
él.
Nadie sabía de su dolor.
Nadie sabía de sus noches en vela.
Nadie sabía que empezó a creerse lo que ellos le decían.
Nadie creía que pudieran crecerle alas.
Sin embargo, le crecieron.
Nadie sabía de su dolor.
Nadie sabía de sus noches en vela.
Nadie sabía que empezó a creerse lo que ellos le decían.
Nadie creía que pudieran crecerle alas.
Sin embargo, le crecieron.
Blancas
e inmensas.
Tan
grandes como su dolor.
Tan
grandes como su alivio al dejarlo atrás.
Y
él, con sus alas nuevas, voló.
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