Y su voz era tabasco y almíbar.
Era la luz de los bares a medianoche, ahogados en besos de amantes y poetas perdidos.
Y su voz me llevaba lejos, lejos, tan lejos.
Me llevaba a escalar la luna y pintarle una sonrisa de payaso,
me llevaba a reírme del lobo malo y ponerme la caperuza roja de falda corta, corta, tan corta.
Y me volvía loca dentro de mi pulcra cordura.
Porque cuánto necesitaba el caos en esta cama de límites y ángulos rectos,
de horarios grabados en piedra y relojes de arena.
Sus manos siempre encendidas y mi cuerpo siempre hambriento,
voraz como nunca lo creí.
Y me traiciona y te grita y se deshace como arcilla, dejándose moldear como en cierta película que todos conocen.
Su voz era todo aquello que mi madre odiaría;
y mi padre me encerraría en una torre perdida para no oírla, pero yo me dejaría crecer la melena.
Sabéis que lo haría.
Él era mi contrapunto y la línea paralela que me mira, me mira, pero no llega a rozarme.
Y yo me vuelvo curva retando a las leyes de la geometría porque quién quiere ser el número de oro pudiendo ser una espiral a su alrededor.
Su voz era tequila con sal, con limón.
Era sudor en una madrugada bailando sin saber los pasos, perdiendo el ritmo y encontrándolo en el fondo del vaso.
Su voz era agua.
Era aire fresco.
Y aunque nunca me dijo lo que yo deseaba, aunque nunca me habló dulzuras de amor o cuentos de hadas, yo siempre recordaré su voz de tabasco.
Su voz de almíbar.
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