Era
el día más frío del año,
las
rosas murieron bajo el aliento invernal.
Los
pájaros enmudecieron, siendo sus gargantas hielo,
escarcha.
Una
blancura deslumbrante,
pura,
reinó
y el mundo se doblegó ante un rey de ojos gélidos.
Sí,
lo recuerdo.
Sentí
como el frío me mordía las entrañas,
como
si mil grietas atravesasen mi pecho,
lacerando
la carne y desgarrando mis venas.
Aquel
día desaparecista con la ventisca,
dejando
retazos de lo que fue y ya no volverá.
De
lo que pudo ser pero el destino caprichoso,
de
sonrisa afilada,
se
llevó sin piedad.
Sí,
recuerdo el sentimiento de asfixia,
de
desdibujarme en un río helado,
de
alzar la mano que ya no era piel sino un grito mudo de ayuda que
nadie iba a oír.
De
morir bajo una avalancha que me presionaba el pecho
hasta
parar las agujas de mi corazón.
Y
el miedo,
el
pánico a que mi mundo se derrumbara,
a
caer y caer y nunca tocar fondo.
Me
aterraba perderte, perderme.
Temía
que mis pupilas se tornasen agujeros negros que devorasen todo a su
paso hasta desaparecer.
Implosionar
en un mar de estrellas demasiado brillantes.
Hacía
demasiado frío,
los
huesos se me helaron,
las
palabras se me congelaron en la lengua.
Hacía
demasiado frío,
mis
latidos se saltaron varios segundos,
el
aire me arañó los pulmones.
Lo
recuerdo como si estuviera pasando en este mismo instante;
recuerdo
el día más frío del año,
el
día más frío...