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lunes, 23 de mayo de 2016

Arala

Bueno, en esta entrada dejo el primer capítulo de mi libro, Arala. Me ha encantado escribirlo y espero que quien lo lea lo disfrute de igual modo. Podría decir muchas más cosas de este pequeño universo "aralio", pero mejor dejar que él mismo se presente. Sin más dilación, os dejo con Arala.


Capítulo 1

No me creeríais si os lo contara. Quizás pensaríais que estoy loca, que la ficción supera a la realidad, pero, ¿sabéis qué? Que no me importa. Bienvenidos a Arala.

Arala es una isla suspendida en un inmenso océano de nubes gracias a unos potentísimos motores que trabajan día y noche para que este pequeño y particular mundo siga flotando como por arte de magia. Está formada por una única ciudad que lleva el nombre de la isla. Las “gentes de abajo”, como nosotros llamamos a todos los que viven en tierra firme -menudo aburrimiento, por cierto- , afirman que los aralios estamos locos. Que la falta de oxígeno por estar a tales alturas nos afecta. Lo más divertido es que quizás tengan razón.
Aquí cada uno es... único, por decirlo de alguna forma. Hay hombres de apenas treinta centímetros de alto y mujeres que miden más de dos metros y medio. No hay ni un solo habitante que tenga el mismo color de pelo que otro. Hay demasiadas tonalidades como para repetir, ¿no? Nos movemos por el aire mediante unas pequeñas mochilas que expulsan chorros de vapor de agua que nos elevan y nos permiten hacer mil piruetas. Los troncos de los árboles son de un rojo sangre precioso y las flores, del tamaño de enormes cometas, son blancas y redondeadas. Cuando llega el invierno, caen esos pétalos formando un manto vegetal que los niños utilizan para disfrazarse. La hierba es suave y densa y se mueve al son de la constante brisa que azota las calles.
Los edificios son altos y de piedra negra, pulida; arañando el sol y robándole destellos irisados. Las calles son larguísimas e increíblemente estrechas excepto la Calle de la Reina, donde se celebra el desfile anual del Día Nacional que es tan ancha que cabrían cien aralios cogidos de la mano y ni siquiera así tocarían las paredes.
No es un país demasiado grande ni demasiado rico. Aún así, es especial, y es mi hogar.
Podría seguir horas y horas hablando de Arala, sin embargo no es un lugar que se pueda describir, es un sitio que hay que ver con los propios ojos.
Por mi parte, me llamo Lyx, la reina de los huérfanos, de los vagabundos, de los farsantes desdentados y de los borrachos de aliento asesino y nariz colorada. En definitiva, conozco cada rincón de este país imposible que navega entre nubes como la palma de mi mano.
Y sin embargo, aquí estoy, una reina hecha y derecha mojada, enfadada y entre rejas.

-¡Eh! ¡Tú! Espabila. Viene Su Majestad. Siéntete afortunada. Nunca viene a visitar a la escoria.
-¿Ah, no? Vaya, entonces fingiré que no tengo ganas de vomitar- digo sonriendo a ese hombre barrigudo y extremadamente feo. El guarda contesta con un gruñido que combina perfectamente con su aspecto de bestia.
Oigo el chirrido de la puerta al abrirse. Pasos y susurros acompañados de gritos de los demás presos y golpes en las rejas para acallarlos por parte de la escolta real.
Me levanto del camastro y me acerco al haz de luz que proporciona el ventanuco dejando a la vista mi esbelta figura, atlética y entrenada gracias a mis huidas de la guardia real por entre los callejones.
Justo en ese momento entra en mi campo de visión un hombre vestido de uniforme. Su pelo es rojo como la sangre. Es muy alto y se intuye que de una gran fuerza. Delgado y, para qué mentir, muy atractivo. Sin embargo, he de admitir que lo que más me llama la atención de él son sus ojos dorados. Brillan amenazadores. Dan miedo en un rostro tan perfecto. De repente me invade una extraña sensación de frío que retuerce mis venas.
Él me está mirando. Sabe el efecto que causa en mí. Sabe el respeto que infunde y creo que eso es aún más terrorífico.
Entonces aparece a su lado una mujer con un velo plateado que le cubre la cara. Lleva un vestido que se ajusta a su figura demasiado delgada. Al momento alza su voz, bastante grave y suave. Todo mi ser se calma. Me da igual lo que ese hombre de ojos de metal y cabello de sangre haga o diga mientras Su Majestad siga imprimiendo ese tono tranquilizador en sus palabras.
-Hola, pequeña.
-Majestad...- digo sumisa y sosegada. Yo no soy así y una parte adormecida y entumecida de mi mente me grita que me rebele. Que no me incline en una perfecta reverencia. Que huya. No puedo.
-¿Cuál es tu nombre?
-Majestad, es un honor que se preocupe por el sino de alguien como yo. Mi nombre es Lyx.
-Lyx, ¿cómo es que una chica tan hermosa y joven está entre rejas?, ¿qué has hecho?
-Majestad, es un honor que se preocupe por el sino de alguien como yo. El delito por el que estoy aquí es que robé alimentos para los huérfanos de Arala.
-Ya veo, a pesar de que tus motivaciones eran buenas, un robo siempre es un robo. Ahora dime, Lyx, ¿por qué tus ropas están empapadas?
-Majestad, es un honor que se preocupe por el sino de alguien como yo. La razón por la que mis ropas están mojadas es porque, al intentar escapar, la guardia evitó mi huida echando un chorro de agua a presión sobre mí.
-¿Y has aprendido la lección, pequeña Lyx?
-Sí, Majestad.
-Sargento Blood. Libérela.
-Con todos mis respetos Majestad, por un robo, la ley dicta que debe pasar cuarenta y ocho horas de retención.
Ella mira al Sargento Blood y el dorado de sus ojos se vuelve aún más vacío si cabe.
-Enseguida la suelto, Majestad.
-Gracias, Sargento.
Él saca las llaves y abre la puerta. Al pasar a su lado nos miramos y me hundo en el oro de sus iris. Me siento muy débil. Me falta el aliento. Él retira la mirada y siento que la presión que oprimía mi pecho se desvanece. ¿Quién es él?
-Lyx, preciosa, sígueme.
-Sí, Majestad.
Sigo sus pasos obedientemente. No intento huir, ni siquiera lo pienso. No me importa seguir rodeada de agentes siempre y cuando esté con ella.

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