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sábado, 22 de noviembre de 2014

Porque los prejuicios duelen

No es justo catalogar a las personas como si de muñecos se tratasen. Desde un punto de vista biológico todos somos un conjunto de células. Carne y huesos. Piel y músculos. Personas. Ojalá llegue el día en el que el blanco y el negro sean dos colores más de la paleta de un pintor.
Ya sé que el egoísmo, ese infantil “yo y solo yo” y una absurda e infundada creencia de superioridad está atrincherada en cada uno de nosotros. Quien más y quien menos ha pensado alguna vez: “apuesto lo que sea a que yo lo haría mejor”. Puede que incluso sea cierto; pero habrá veces que no y no es justo despreciar a los demás por ello. La perfección y las utopías mejor dejémoslas para las películas de ciencia ficción. De momento vivimos en este precioso e imperfecto mundo.
Una mente cerrada y ciega es capar de matar diez cabecitas pensantes dispuestas a ver más allá. Sin embargo, a pesar de que a palabras necias oídos sordos, a nadie le gusta que le juzguen por su aspecto, por su forma de vestir o de moverse, por sus gustos. Tenemos un corazón que late y un tímido amor propio que se encoge de dolor al oír eso. Nos dan ganas de decir: “abre el libro, no te quedes estancado en la portada”. Porque, para bien o para mal, una sola palabra duele mucho más que un puñetazo.
Seguiré con mi perorata y otras ideas sin sentido alguno. Mi pregunta es por qué: ¿por qué el amor no es simplemente amor?, ¿por qué un beso solo es un beso si son los labios de un hombre los que se unen a los de una mujer?, ¿es que no vemos que es inútil mirar por encima del hombro?, ¿acaso aún no sabemos que nadie escoge de quién se enamora puesto que cupido es demasiado caprichoso y el amor un loco invidente?
Mi humilde opinión es que el hecho de rechazar a alguien por su orientación sexual es una suma estupidez. ¿Qué importa? Es como si de repente, todos decidiéramos dar de lado a una profesión en concreto, a los abogados por ejemplo. “¿A qué viene este rechazo?” dirían. “Se siente, no haber escogido esta profesión, no haber nacido con esta vocación” responderíamos incluso convencidos de que tenemos razón. ¿Es injusto? Pues sí, lo es, pero, ¿rectificaremos?
Y ya, lo que más me gusta, el machismo.
Llamadme torpe, pero no entiendo por qué la princesa debe esperar sentada a que su príncipe llegue. Mira que si el pobre hombre se pierde... ¡Qué paciencia va a tener que tener nuestra querida princesita! Con lo fácil que hubiera sido intentar salvarse a sí misma... aunque en ese caso... el cuento ya no nos gustaría, ¿no?
Cómo es que una mujer hecha y derecha debe ir “medianamente decente”, ¿qué entendemos por “decente”? ¿Una falda por los tobillos y cuello alto? Como haga calor...
Resumiendo, es indignante. Una vez alguien me dijo que sufre más el que ve que el que enseña. Según esa regla de tres, ¡anda mujer, vístete como te apetezca y corre! Que luego, todos los que te vean y sufran serán los mismos que te tacharan de “buscona”, de “calienta braguetas”. Parece ser que no captan que la vida de una mujer no gira en torno a... bueno, a cierto órgano masculino.
No comprendo cómo, en pleno siglo XXI, la palabra feminismo se dice entre dientes, con la boca pequeña.
No entiendo por qué un joven al que no le gusta patear un balón es afeminado y una mujer a la que sí le gusta es una “marimacho”
Puede que sea mi culpa el que todo esto escape a mi entendimiento (¡oh ilusa de mí!). Puede que me tachen de borde, poco femenina, apenas atractiva, listilla... Pero, ¿sabéis qué? Que no es mi problema.
Muy buenas noches damas y caballeros.

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sábado, 15 de noviembre de 2014

No llores

No llores. Respira. Seca esas lágrimas. Guárdalas para cuando las necesites de
verdad.
No llores mi niña, que ni el invierno es tan frío ni la noche tan larga.
Regálale esas perlas de agua a la luna para que cree nuevas estrellas.
Sécate las mejillas y rescata tus antiguas ilusiones.
Piensa que la lluvia no cae para ahogarte, sino para robar tus miedos.
No llores. Respira. Seca esas lágrimas. Guárdalas para cuando las necesites de verdad.
Abre tus labios rojos y grita y chilla y enfurécete con la vida misma.
Cierra los puños y limpia el polvo de tus rodillas.
Borra de tu cara los ríos que ahora la surcan.
Deja de temblar, que el fuego arde para calentarte.
No llores. Respira. Seca esas lágrimas. Guárdalas para cuando las necesites de verdad.
Ahora sonríes, ¿no es mejor?
Ahora alzas la cabeza y el sol te ciega, ¿no es reconfortante?
Ahora el aire estalla en tu pecho como fuegos artificiales, ¿no es maravillosamente simple?
Ahora las niñas de tus ojos se bañan en color, ¿no es bello?
Ya no lloras. Únicamente respiras. Te secaste las lágrimas. Las encerraste bajo llave porque sabes que puede que mañana las necesites.

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domingo, 9 de noviembre de 2014

Escondida entre libros

Hola, me llamo María. Tú no me conoces, ni yo a ti, pero necesito escribir esta carta, dar fe de que aprendí a vivir y a valerme por mí misma en una sociedad y en una época en la que mi deseo de aprender y de independencia estaba mal visto; en un tiempo -principios del siglo XVIII- en el que mi forma de pensar me tachaba de loca y de insensata.

Querido lector, sé que no has comprendido bien a lo que me refiero con todo esto, así que mejor comienzo desde el principio:

Mi nombre es María Wells y tengo 60 años. Mi padre era inglés, escritor en sus ratos libres y mi madre era de aquí, de Madrid, desde donde te estoy escribiendo ahora mismo.

Mi infancia fue realmente feliz a pesar de que no gozábamos de una buena situación económica, mis padres se amaban con locura y yo, cada noche, me sentaba junto al alféizar de la ventana y soñaba que de mayor me casaría con un hombre apuesto que me susurraría secretos al oído y que siempre me querría, eso y comerme todo el chocolate del mundo eran mis sueños infantiles más íntimos y preciosos.

Mi madre era incansable, todo el día limpiando la casa, haciendo pasteles y mermeladas para la señora Matilde, la pobre ancianita que vivía enfrente y que siempre estaba enferma. Cuando volvía a casa de la compra o de casa de la señora Matilde, hacía la comida, lavaba la ropa, planchaba, me reñía por ensuciar la ropa y volvía a lavarla... Todo eso sin despeinarse y siempre canturreando canciones infantiles para que yo me distrajera. Cuando caía la noche y papá volvía, mamá le servía una copa de coñac y le masajeaba levemente los hombros mientras él le contaba lo que había hecho.

Recuerdo perfectamente que una noche, mi padre se me acercó y antes de darme las buenas noches, me contó una historia fascinante, tan divertida y emocionante, que mi joven corazón saltaba en mi pecho rogando por una continuación. Yo le pregunté a mi padre que cómo sabía esas maravillosas aventuras, a lo que él contestó: “María, mi pequeña María, esas historias tan fascinantes se encuentran en los libros, por eso me hice escritor, para conseguir que todo el mundo pusiera la expresión que perdura ahora en tu carita, mi niña, buenas noches y que duermas bien”

A los 15 años, me pasé dos días llorando, implorándole a mi padre que me enseñara a leer y que me dejara estudiar los libros de esas grandes estanterías que tenía en su despacho, aunque quien más resistencia opuso a esta idea fue mi madre, quien argumentaba que una señorita como yo debía aprender a coser y cocinar antes que a leer.
Al final, mis padres, hartos de mi incesante llanto, accedieron a enseñarme a leer, con la lectura, llegó mi pasión por la escritura; todas y cada una de las ideas que se amontonaban en mi mente eran versos que necesitaba plasmar en el papel.

Esos años fueron los más felices de mi vida, mi mente flotaba y vivía en un mundo paralelo en el cual podía expresarme libremente, ya que en el mundo real debía mantener mi pasión oculta para que los vecinos no me miraran de reojo al cruzarse conmigo, aunque a mí eso me daba igual, porque como ya he dicho, yo vivía en mi propio castillo hecho de versos y de metáforas, pero mi pobre madre no podía soportar esas miradas acusadoras y sentía que no me había criado como dios manda.

Ese año mi adorada madre murió y su último deseo fue que mi padre consiguiera casarme con un hombre bueno que me quisiera a pesar de mis rarezas y de mi inexplicable placer por esas frases imposibles de entender (así se refería ella a mis poemas y juegos de palabras).
Cuando tomé conciencia de que había muerto, pues yo pensaba que mi madre era una especie de ser eterno que nunca se cansaba ni se quejaba, me encerré en mi cuarto en un constante estado de melancolía en el que mi único escape era mi pluma y el primer libro de cuentos que leí sin ayuda de nadie.

Cuando mi madre murió, mi padre cumplió su última voluntad: casarme con un buen hombre. Así, mi padre me prometió a los 20 años con el joven Gonzalo Montero.
Gonzalo era un chico pecoso, de largos y rizados cabellos rubios, con una boca y una nariz grande y un gesto simpático en la cara, si no fuera por sus ojos, negros y afilados como agujas, desconfiados y rencorosos, los ojos más fríos que jamás había visto.

A los 20 años comencé mi vida de casada, tuve que dejar un poco de lado mi amor por los libros. Al poco de casarme me quedé embarazada. Gracias al bebé que esperaba, mi matrimonio mejoró ligeramente, ya que Gonzalo nunca llegó a entenderme y si alguien le preguntaba por mí, él nunca contaba que me gustaba escribir y leer, nunca... Una noche me desperté entre sudor y lágrimas, acuciada por amargas pesadillas y entonces encontré mi cama ensangrentada y mis piernas, temblorosas, manchadas. Entonces supe con certeza que había perdido a mi bebé y que quizás nunca volvería a quedarme embarazada.

Tras mi aborto, Gonzalo se volvió posesivo, celoso, controlador. No me permitía hablar en público de mis libros, es más, me quemó todos los libros que heredé de mi padre y rompía mis poemas. Me gritaba, noche tras noche, que era un fracaso: no servía ni de madre, ni de esposa, que no merecía el aire que respiraba. Cada día su mal humor aumentaba, me gritaba, me insultaba, me pegaba... más tarde, cuando temblaba de terror con su simple roce, él rompía a llorar, me imploraba perdón; juraba y perjuraba que me amaba y que si yo dejaba de amarle, se suicidaría...
Temía estar con él, pero también temía dejarle, pues si algo le pasaba, yo sería la culpable... o eso me hizo creer.

Una calurosa tarde de agosto estaba yo sentada leyendo una historia sobre princesas olvidadizas que no recordaban donde ponían sus coronas cuando llegó mi esposo, ebrio, soltando los mayores improperios que jamás había oído, intenté calmarlo, craso error, me cogió del cuello y me empujó contra la cama, allí escupió todo su dolor a gritos, me dijo que nunca quiso casarse y que no tendría descendencia jamás porque era imposible que una mujer que se preocupa más por sus libros que por su familia fuera capaz de tener hijos, en aquella pequeña y sombría habitación me poseyó a la fuerza y me golpeó hasta que sus nudillos sangraron; hasta que casi pierdo la conciencia.

Me quedé completamente inmóvil y él salió de la habitación hecho una furia... dos horas más tarde Gonzalo había muerto en un accidente al atropellarlo un carruaje.

En ese entonces tenía yo 37 años y en su funeral lloré, no por pena, sino por mi hijo perdido, de rabia por haber dejado que ese hombre me tocara tantas y tantas noches, porque todos los que estaban en el funeral me miraban de reojo y susurraban lo extraño que era que prefiriera un libro al calor humano y que la muerte de mi esposo fue por mi culpa, por no saber ser una buena esposa, una mujer como Dios manda. Esa vez me avergoncé de mí misma y decidí no volver a mirar un libro.

Tras eso me mudé a mi antigua casa. No recuerdo cuántas noches en vela pasé, intentando convencerme a mí misma de que Gonzalo murió accidentalmente, y que no fue él mismo el que se abalanzó frente aquel carruaje por amargura y por la frustración que yo le causé. Pasé días y días sin salir, limpiando mi casa, cocinando, remendando calcetines... y repitiéndome incesantemente que no era inútil, ni estúpida, ni un fracaso.

Un día, limpiando el antiguo cuarto de mi padre, encontré el primer libro que leí junto a él; el único que Gonzalo no quemó; rompí a llorar porque no pude evitar abrirlo y leerlo de nuevo.

Escribí, y me embargó tal sentimiento de felicidad y paz que jamás volví a preguntarme si merecía ser feliz. La respuesta estaba clara: sí.

Comencé primero con pequeños poemas religiosos que el párroco de la iglesia, tras mis insistencia, me dejaba leer tras las misas. Con esto, me gané cierta fama entre las esposas de mis vecinos, que no podían sino admitir que mis versos eran bellos pero a la vez directos y concisos; dulces pero bañados en años de dolor. Así, pasé de ser extraña por mi pasión por la escritura, a tener cierto prestigio precisamente por eso.

Ya no pensaba en Gonzalo más que como un recuerdo de una mala época. Fueron años llenos de dolor, rabia contenida, culpabilidad... Ahora que lo veo todo en perspectiva, de lo que más me arrepiento es de haber negado alguna vez lo que soy, lo que de verdad me da vida, mi pasión, mis versos. Mi mundo de rimas y metáforas, de caballeros de brillante armadura y duendes desdentados con risas estridentes. De castillos habitados de reyes con largas barbas en las que habitaban diminutos gnomos. De brujas honradas y hadas malvadas. De dragones alados que trabajaban codo con codo con los campesinos. En ese mundo etéreo y perfecto viví los siguientes años y fueron los más felices de mi vida.

Querido lector, hoy es mi sesenta cumpleaños, la artrosis de mis manos me impide escribir, pero, con un último esfuerzo y tras una noche despierta hasta la madrugada, he conseguido acabar esta carta que depositaré en mi escritorio, junto al primer libro que leí, el único que Gonzalo no quemó, para que llegue a tus manos y leas mi vida, para que veas que los golpes de un hombre casi me mataron físicamente y me hicieron sentir vergüenza de mi misma, pero que a pesar de todo jamás perdí mi identidad ni el valor para continuar.
Querido lector, escribo esto para que las mujeres que se encuentren en mi situación, puedan aprender de mi experiencia.


Saludos de María.


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